Te imaginas sin voz y gritando.
Te imaginas abriendo la boca y apretando los ojos, los puños, encarando el infinito. Pero solo tienes delante una pared. Te imaginas golpeándola y después las consecuencias, los vecinos, la policía, el dolor. Así que no golpeas nada.
Te golpeas la cabeza porque no tienes voz y no puedes gritar, suena a hueco, lo puedes escuchar. Estrellas tus nudillos contra tu nuez y casi te ahogas pero no, porque piensas que si dejas de respirar nunca más podrás gritar y no te quieres creer que la última vez ha sido la última. La falta de grito seguro que es temporal, te dices; sí, eso debe de ser. Que nada sea irreversible.
Te cansas de la violencia, del odio. Te inclinas hacia el suelo y te tumbas y desde allí miras a otro infinito. Que no es tal, que solo es el techo. Quieres gritar contra lo que hay sobre ti y no hay manera. No tienes voz. El grito hoy no saldrá, precisamente hoy que es cuando más empuja.
El grito mudo sí lo puedes practicar. Mandas unos mensajes y alguien viene a tu casa, tres personas, las coges de la mano y hacéis el grito mudo, hacia la ventana y luego entre vosotros mismos, mirándoos a los ojos. Es una buena sensación, no por el grito ni por su sucedáneo sino porque alguien hace lo mismo que tú. Varias personas juntas, con poco que ver entre sí, se han puesto de acuerdo para algo y lo hacen. Sin discutir, sin argumentar, se hace y punto en boca. Una de ellas, sin embargo, rompe la magia del momento. Se deja llevar y grita de verdad, porque su cuerpo está bien y puede hacerlo lo hace, un poco nada más, grita primero y después jadea. No lo soportas, ojalá pudieras jadear. Que jadeen ellos, que griten ellos. Te gustaría decírselo y no puedes, pero no necesitan que se lo digas, lo saben. Están al otro lado de la pared, se han ido a la habitación excitados por el grito y ahora emiten toda clase de sonidos, esos tres. El silencio propio a nadie exalta, te quedas callado con tu mudez. Escuchas.
Te vas. No soportas no poder participar. Quieres ir a un desfiladero y escuchar el eco de tus pasos retumbar contra muros de arcillas y piedras, que no puedas hablar no significa que no puedas producir sonidos. Tu cuerpo sigue siendo físico, una masa en el espacio, cortable por el viento, el agua, por otras personas que alargan sus miembros hacia ti.
El desfiladero está lejos y no vas. El eco, inalcanzable.
La vieja muralla de la ciudad, solo tienes que caminar entre matojos, allí sí que puedes llegar. Tus pasos hacen crujir los arbustos secos aunque ellos mismos, tus pies, no suenan. Llegas arriba, miras abajo. Esa colina que tantas veces has subido antes, es la primera vez que la trepas por donde no toca, por donde no hay sendero.
Oteas el mar y el horizonte, que no es más que el mar, o un producto de tu visión, o de tu concepto. Imagen y palabra, el sentido del significado, eso no lo pierdes. Te gustaría gritar que todavía puedes ver, razonar y comprender, ¡cómo te gustaría!
Estás solo y sucede que toda la pena se acaba. Quieres hablar y no puedes y descubres que para qué, que no hace falta, que casi mejor, que si tienes ganas de gritar y no es posible pues haces otra cosa, te entregas al sexo duro con una compañía de confianza, te golpeas o atizas una superficie sin vida, de un material que no sabrías concretamente decir cómo se llama.
Que casi mejor no tener que decir nada. Abres la boca y cierras los ojos. Allá sigue el mar, aunque no lo percibas.