Lujo y barbarie

Louis Vuitton es en muchos sentidos el símbolo más puro de la parte más decadente de la cultura occidental. Son paladines de esa idea aberrante que es el lujo, un concepto que en gran medida es el culpable de la peor parte del capitalismo. Del deseo de enriquecimiento sin medida y sin importar las consecuencias, sólo como medio para poder acceder al paraíso con 72 vírgenes que es el lujo. El lujo es que puedes comprar algo que casi nadie puede comprar y, sólo por eso, te sitúas en un estadio superior al del Homo sapiens. Es una idea simple que toma las formas más retorcidas y los matices más sutiles. El lujo es la escolástica de nuestro tiempo, sólo que donde aquella creaba impresionantes construcciones lógicas para probar la existencia de Dios, el lujo acumula egoísmo y desprecio altivo y técnicas cada vez más subrepticias de engaño y destrucción de la autoconfianza del comprador potencial. La alta sociedad de la última parte del siglo XIX es traducida por Louis Vuitton al mundo actual, haciendo vivos sus valores obsoletos. La barbarie del liberalismo, su lado más animal, se desarrolla de una manera tan sofisticada, cruel y vacía como el mismo lujo que lleva a ella.

Otra idea integrada en el lujo es la de la exclusividad. El lujo no es únicamente que sólo tú puedas poseerlo, sino que aunque otros pudieran no podrían tener lo que tú tienes. Eres mejor y además eres único. Louis Vuitton insiste en el origen artesanal de sus productos, lo que inmediatamente evoca un taller rural de un viejo maestro gremial que pone todo su celo en hacer el complemento más bonito posible para que luzca la mujer del nuevo comendador. Y para que ella sea la única que luzca. Sin embargo, aunque se la ha apropiado, la exclusividad nada tiene que ver con el lujo. No hay nada más exclusivo que un dibujo que te hace una amiga en una servilleta dedicado a ti. O que el CD que te graba otro amigo con canciones que sabe que te van a encantar. O que esos marcos chillones que puede hacer un hijo para su madre o su padre en el Día de la Madre o del Padre. Y nada de eso es lujoso. Pero es estupendo, porque no hay nada de malo en la idea de la exclusividad. Algo exclusivo es único y te hace único. Algo lujoso no sólo te hace diferente, sino que te hace mejor. El lujo es el Hitler del consumismo. El lujo de baja intensidad de los imperios de estilo inditexo es el alcalde que se ocupa de que no se pierda el respeto al líder entre el pueblo.

La imagen, para el lujo, lo es todo. Colores dorados, texturas que necesitas tocar, brillos que sacan el judío que hay en ti y no el urraco que fomentan los chinos. Hay diferencia, ¿no la ves? La publicidad es el arma del lujo. Una vez el lujo tiene el poder, la publicidad cobra vida propia y se extiende entre los compradores potenciales sin necesidad de hacer nada. Si la marca ya tiene la reputación, sólo le queda vigilar que no muera ni cambie. Eso sí, se puede aumentar y expandir a nuevos ámbitos, como en la foto de ahí arriba. Juntando todos los retratos de modelos sin maquillar que acaban de hacer en Louis Vuitton sale ese ejército de decadencia y enfermedad. No son seres humanos, sino mujeres consumidas, cuya vitalidad ha sido totalmente absorbida por la apariencia. El cuerpo, físicamente, ya no tiene fuerza. No puede plantar batalla. Sólo puede seguir su instinto, que en ese estado es seguir consumiendo lujo y apariencia. El resultado es visible, como no podía ser de otra manera en el mundo de lo aparente: no-muertas de un planeta extraño, procedentes de la capital de ese planeta, del barrio más cool, del piso más minimalista y mejor equipado para fiestas sobriamente explosivas. Son adictas a la droga, tanto química como comercial, y necesitan siempre otra dosis. Una dosis cada vez mayor. No un gramo sino dos, no un bolso de mil euros sino de tres mil. La foto muestra a ex-humanas consumidas por el consumo, cuerpos modificados más allá del sencillo maquillaje a mayor gloria de la superficialidad, el modelo de ser humano que tiene y quiere Louis Vuitton y toda la aberrante idea del lujo. Esto es literal. Y también es metafórico: la metáfora del interior muerto y enfermo y a la deriva del sinsentido, el interior incapaz de sonreír, de los capitalistas bárbaros que totemizan el lujo. Lo de esas chicas no es irreversible. Algunas incluso conservan la fuerza.

La memoria histórica, la dignidad de las víctimas y la redención liberadora de la sociedad

El concepto de memoria histórica se entiende muy mal en España. Entre los peligros, malintencionados o no, de malinterpretarlo está el de no distinguir entre vencidos y víctimas. Son dos cosas diferentes. Si uno se mete en una guerra, o se ve arrastrado a una guerra o, en fin, participa en una guerra con un bando por los motivos que sean, sabe que puede perder. Y si pierde, chincha rabiña. No queda más que aguantarse. Pongamos el ejemplo concreto de la Guerra Civil española. La facción republicana, para lo que interesa en este momento da igual si con motivo o no, si por la justicia o no, entra a saco en conflicto bélico. Y, al final, es derrotada. Esos son los vencidos y hay que saber aceptar la derrota como tal. La memoria histórica no va con ellos.

El problema viene cuando hay víctimas. Los vencidos a menudo se convierten después en víctimas, pero no siempre es así. El Imperio Romano respetaba más o menos a los conquistados, los perdedores eran simplemente perdedores y seguían con su vida y, en general, no sufrían una opresión mayor por parte de los vencedores. Hace algunos siglos había guerras entre bandos cristianos y quien perdía se tragaba el orgullo pero, quitando algún cambio de propiedad de terrenos, la vida no variaba gran cosa. En la Guerra Civil española los ganadores, con toda la miseria moral que les caracteriza, hicieron víctimas de los vencidos. ¿Cuándo pasa uno a ser víctima? Cuando no se le permite que desarrolle todas sus potencialidades. Cuando el sistema lo trata peor que a otros. Cuando, en síntesis, se coarta su libertad por ser una cosa y no otra, por no ser de los míos sino de los otros. En la primera posguerra española se puede ver con mucha claridad. Por ejemplo, en el caso de los maestros, que se hicieron desaparecer en gran número. Aquí hay unas víctimas directas claras: los propios profesores, privados de trabajo, de derechos, de libertad o, incluso, de la vida. Y además hay también víctimas indirectas: todos los niños que no pudieron aprender porque no tenían quien les enseñara. Y esto sucede porque los vencedores así lo quieren, nadie les obligaba a hundir a los vencidos. La memoria histórica tiene que ver con todos ellos, con las víctimas.

Durante el franquismo, los que apoyaban al régimen tenían ventajas de muchos tipos. Por el mero hecho de ser de los buenos, de los que habían ganado. Algunos recibían propiedades, otros podían estudiar en el extranjero o, en el día a día, les podía ser mucho más fácil conseguir trabajo y, en general, vivir sin miedo. Había otros que, por ser de los malos, no sólo no tenían esas ayudas sino que todo eran trabas. Como decía más arriba, no podían desarrollar sus potencialidades como seres humanos, que es la idea fundamental de la democracia, la igualdad de oportunidades. Les costaba encontrar trabajo y si lo encontraban solía ser de tres al cuarto, no podían enviar a sus hijos a estudiar a la universidad y, en el día a día, vivían con miedo a ser delatados, detenidos, humillados. No podían decir ni hacer lo que querían. Estas son las víctimas. La diferencia entre las víctimas y los, por así decir, verdugos, es fundamental. Unos pueden conseguir lo que se proponen y otros no. Unos viven relajados y sin miedo y otros sufren.

Ahora ha empezado a salir a la luz, a lo bestia, todo este problema en España. La memoria histórica no sirve para recordar a quienes murieron en la Guerra Civil, fueran de un bando o de otro. Al menos no a los soldados que murieron en combate, aunque sí a las víctimas indirectas, miles y miles de personas que murieron por pensar de una manera o de otra. Aquí, tanto izquierda como derecha pueden reclamar con justicia memoria histórica. Aunque lo gordo viene después. Sin restar brutalidad a lo que sucedió entre 1936 y 1939, claro. Pero lo otro, al fin y al cabo, y como dicen cínicamente los estadounidenses, era la guerra. Lo que sucedió después, cuando unos ya habían ganado, es que las víctimas no lo fueron durante el estado de excepción que es un conflicto bélico, no. Lo fueron durante el franquismo, fueron victimizadas por un régimen político que sistemáticamente arruinaba sus vidas o, al menos, no les permitía desplegarlas. En la famosa Transición se hicieron concesiones para intentar sobrellevar la basura (que sólo salpicaba a unos, no hay que equivocarse) y tratar de vivir juntos sin matarnos vivos otra vez. Las hizo sobre todo la izquierda, claro, como casi siempre; como en Alemania, que fue precisamente la izquierda (Habermas) quien dio a los nazis el medio para redimirse y poder seguir viviendo en sociedad. Aquí se aceptó la amnistía para los crímenes del franquismo. Pero no es de lo que trata esto ahora. Ahora se trata de que los vencedores admitan que lo fueron, que se aprovecharon de serlo a costa de otros y, más aún, que todavía se aprovechan. La historia la escribieron los ganadores, pero si ya no hay vencidos ¿por qué han de seguir escribiéndola ellos? La tienen que escribir entre todos, dejando el espacio principal a las víctimas. Las víctimas tienen que perdonar para demostrar su superioridad moral frente a los opresores, para demostrar que se puede seguir adelante, que podemos seguir adelante entre todos y que hay una vía alternativa a ese rencor cuya única función es perpetuar el círculo de violencia y de odio, que aún colea en nuestra sociedad y nos bloquea. Otro tema es si deben ser juzgados y condenados los crímenes franquistas, si eso no sería realmente remover el pasado para peor, si no sería más revanchismo que dignidad, más allá de los casos más violentos y psicopáticos que seguramente no tendrían que prescribir. Pero donde no hay duda es en que los que ganaron y ejercieron como dueños únicos de la sociedad tienen que pedir perdón a las víctimas. Hay que darles la oportunidad que ellos no dieron. Que pidan perdón por haber podido estudiar en Estados Unidos mientras el joven hijo de un soldado republicano o un simpatizante del PSOE tenía que comerse una mierda. Perdón por tener siete fincas donadas por el régimen (por el sistema público, esta es la clave) mientras niños de los rojos tenían un techo a duras penas por el mero hecho de ser los niños de los rojos. Incluso devolver esas fincas, pero vayamos poco a poco. Y deben pedir perdón por victimizarse. Los vencidos quieren hacerse pasar por falsas víctimas, y eso es lo que no se puede tolerar. No sólo quitaron la dignidad a las víctimas del franquismo sino que ahora se mean encima de esa dignidad diciendo que ellos también fueron víctimas. Y no, durante 35 años víctimas sólo hubo de un bando. Los que se beneficiaron durante el régimen, que lo digan. Que no lo oculten victimizándose. No pasa nada. Los políticos que apoyaron en su día a Franco tienen que reconocerlo. Que condenen ese sistema dictatorial para poder llenarse la boca legítimamente con la retórica democrática y constitucional. Que pidan perdón a quienes fueron maltratados por una sociedad que dirigían ellos o de la que al menos se aprovechaban. No pasa nada, si la disculpa es sincera serán perdonados. Somos humanos. En Alemania así se hizo y el país pudo tener un futuro. Pero aquí no tenemos un Willy Brandt. Aquí tenemos una Esperanza Aguirre, un Manuel Fraga, un José María Aznar. Y muchos, muchos, muchos más. ¿Alguien los imagina pidiendo perdón? ¿O siquiera condenando abierta y sinceramente el franquismo? Por mucho que cuando se le pregunta sobre las maldades del franquismo Esperanza Aguirre salga por peteneras y, lo que es peor, se justifique diciendo que durante la guerra murieron de ambos bandos, eso no invalida que durante los 35 años posteriores sólo hubiera víctimas de un lado y que los vencedores aún hoy siguen disfrutando de muchas de las ventajas conseguidas entonces. Por mucho que Dolores de Cospedal diga que hoy casi nadie recuerde la Guerra Civil o el franquismo «afortunadamente», no es ni mucho menos una suerte olvidar a todos esos millones de personas que no pudieron vivir libremente mientras otros sí podían, no se puede olvidar mientras muchos de esos millones todavía vivan y los culpables no sólo no les hayan dado una disculpa honesta, sino que incluso continúen aprovechándose de aquello. La democracia que tanto aparenta defender Cospedal tiene su fuerza, precisamente, en esas víctimas. En honrar y dignificar a las víctimas reales y en desenmascarar a las falsas víctimas. Una sociedad que se redime de sus miserias históricas es una sociedad potencialmente sana. No las olvida, sino que se integran en el presente entre todos y se aprende de ellas para intentar ser mejores.

Toda esta concepción de la memoria histórica viene de Walter Benjamin. El objetivo final al que se aspira con ella es la redención. Su origen judío le llevaba a pensar que la redención era algo a buscar, a conseguir, porque no hemos nacido redimidos. La redención, diría yo, tanto de las víctimas, que ven reconocido su dolor y su humanidad, como de los verdugos, que tienen el permiso para arrepentirse firmemente, para no victimizarse y abrazar la dignidad que otros no tuvieron por su culpa o por culpa de sus familiares. En la Grecia antigua había un ritual cuya finalidad era purgar los espíritus de los criminales que no habían podido ser detenidos ni juzgados. Serían bastantes, seguramente. Pero era otra manera de juzgarlos, de que no quedaran impunes. Gracias a estos rituales desaparecía todo deseo de venganza, las víctimas se sentían honradas aunque no fuera por la justicia, los criminales sabrían, en su fuero interno, que aunque no les hubieran capturado habían sido igualmente juzgados. La ciudad podía vivir en paz. La memoria histórica devuelve la dignidad a quienes les fue robada y, también, a los que la robaron, y permite que no haya rencores y que la sociedad pueda funcionar limpiamente.

Nunca se insistirá lo suficiente en que el valor de la cultura no tiene nada que ver con el dinero

La obsesión con el valor monetario de la cultura no permite ver la cultura, sólo la transacción que lleva a ella. Como el mono al que se le señala la luna para que la contemple y mira el dedo. Si sólo se puede acceder a la cultura mediante la transacción monetaria, nunca podremos ver la luna.

El protagonismo de los derechos de autor dificulta la apreciación de la obra que ese autor ha creado y por la que tiene derecho a ser llamado autor. Como si la página descriptiva de los datos de edición de un libro ocupara el espacio de lo creado y lo creado fuera sólo una página, impresa descuidadamente, puesta por obligación a última hora en la última hoja.

Si va a seguir existiendo la diferencia entre lo público y lo privado, que cada cual defienda lo suyo: la «industria cultural» la industria, el Estado la cultura. La primera no va a ceder para unirse con la segunda. ¿Por qué se tolera que sí suceda a la inversa? Reconstruyamos el proceso: ¿por qué sucede? Pongamos un ring y, en igualdad de condiciones, veamos quién merece ganar. Las reglas las establecerá la cultura, la única que se ha ganado la legitimidad de hacerlo, no la deshumanización económica.

Cuando la política deja de hablar de cultura aunque hable de cultura, los únicos que siguen refiriéndose a ella son los que no tienen una empresa ni ostentan un cargo público. Son aquellos cuya voz no tiene la autoridad incontestable que da el dinero o el voto cuatrianual. Serán los que no pudieron acceder a la cultura y ni podrán ni querrán disentir de los dos discursos que son el mismo.

[Extracto de Arte, hacer y ver: del arte al museo, de Carlo Ludovico Ragghianti]

No se debe dejar de señalar, con el enérgico relieve que es necesario, el fenómeno actual que da su mayor contribución a pesar de toda apariencia en sentido contrario a la rémora y a la involución de la cultura artística, es decir, a la especulación mercantil que influye sin excepción en las clases sociales y obra con medios imponentes y capilares de organización y de prensa técnica y genérica, implicando con los productores a los escritores de arte, la actividad editorial, los entes públicos de exposiciones gobernados políticamente y muchos otros instrumentos.

La deformación golpea indiscriminadamente actividades y productos cuya validez o cualificación es referida a las listas de la «bolsa de arte» por el juicio común. Obviamente continúan sin faltar por fortuna los casos de coleccionismo auténtico, inteligente y promotor, pero el bien económico objeto de la inversión financiera, no importa si tiene por comprador un amateur, difícilmente puede sustraerse al vínculo de la cotización, que desplaza la atención y el interés del contenido artístico hacia el valor de mercancía preciada de la que este se hace accesorio, si no irrelevante o de todas formas indiferente.

El mercantilismo por lo tanto no estimula y no favorece, más contraria o deprime el conocimiento de los artes, y mucho más en un período histórico caracterizado por el muy multiplicado acceso al ejercicio de la experiencia artística, por lo que la satisfacción de la exigencia no pasa obligatoriamente por la adquisición y la posesión de las obras de arte.

«Abel Sánchez» y el libre albedrío

No, no creo en la libertad humana, y el que no cree en la libertad no es libre. ¡No, no lo soy! ¡Ser libre es creer serlo!

Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno, es la gran novela sobre la envidia. Joaquín (sucedáneo del nombre de Caín) Monegro (connotaciones de maldad) es un tipo trabajador y aplicado, pero que no termina de caer bien. Quien se lleva de calle a todo el mundo, y sin hacer nada, es su amigo Abel. Joaquín termina por hacerse médico, con éxito pero sin satisfacción; Abel deviene pintor, casi por casualidad y continuando por inercia. La vida al completo de Joaquín se presenta como un infierno, una obsesión constante con su casi hermano, un celo paranoide por su triunfante actitud de indiferencia. Unamuno se pasó media vida estudiando por dentro la envidia, y dio en el clavo al retratarla en su faceta más intensa. Se puede comprobar que acertó, por ejemplo en la historia de la que sentía Frank Grimes por Homer Simpson, ya que el esquema de la envidia que suele aparecer en la ficción encaja en el mecanismo (casi antropológico) que Unamuno describe. Es el tema dominante del librito, mostrado en su desnudez, como una dolorosa y desesperante carcoma moral que afecta todo lo que uno hace. Pero ¿de dónde viene esta envidia? ¿Viene de alguna circunstancia, realmente la provoca alguien? ¿O es un cáncer instalado en el interior del envidioso, contra el que no puede luchar? ¿Es cada uno esclavo de su propio carácter, o es la misma idea de tener un carácter propio lo que esclaviza?

Unamuno sigue en general en esto, como en tantas otras cosas, a Schopenhauer. Este consideraba que el carácter propio de cada uno viene imprimido en él desde el principio, y todo lo que uno hace en su vida viene motivado en última instancia por las necesidades de ese carácter concreto. «-¿Por qué nací, padre? -Pregunte más bien que para qué nació…». Sería, en Unamuno, una especie de motivador innato de deseos, que no nos permite ser libres. Podemos conocer nuestro carácter a partir de lo que hemos ido haciendo en nuestra vida. Joaquín descubre desde pequeño que su pasión es la envidia (y la envidia de Abel, concretamente), y su gran batalla vital no es tanto la causada por ella, sino porque no cree poder escapar de ella. Cada ser humano sería esclavo de lo que ha comprobado que es. Esta visión del hombre se acerca más a la patología que a la personalidad, y encaja en la concepción pesimista de la vida que tenía Unamuno. La envidia de Joaquín no es el rasgo definitorio de su carácter, aquel que le impone sus deseos, sino que su atributo principal sería precisamente el de creer que cada uno tiene un carácter que impone sus deseos. Es más, sería quizá la característica principal de todos los seres humanos. La humanidad no sería un espacio de confrontación o armonía entre caracteres, sino un puro manicomio total de autoconvencimientos.

«-Sí, sí creo estar loco… Enciérrame. Esto va a acabar conmigo. -Acaba tú con ello». ¿«Acaba tú con ello», le dicen? ¿Se lo dice una humana? ¡Entonces hay quien cree que se puede escapar a la condena del carácter propio! Y si hay quien cree en ello es que se puede escapar. O al menos se puede soñar con escapar, que para una concepción moral (no material) del libre albedrío sería lo mismo. Porque la miseria de Joaquín no viene sólo porque cree que no puede actuar de otra manera, sino porque está atormentado por la idea de que no puede pensar más que en términos de envidia, no puede sentir otra cosa aparte del resentimiento, una barrera que le impide vivir libre. Sin embargo, se pasa la vida buscando la redención, lo único que desea en el fondo es librarse de su pasión. Lo desea. Desea algo diferente a lo que su carácter le pide. Así que no sólo su carácter imponía sus deseos, bonito descubrimiento. Su naturaleza pide implacable ofrendas y tributos, pero él no se resigna. Y, de hecho, a lo largo de su vida consigue resistirse a actuar como el envidioso que es. En ese sentido, su naturaleza es algo que choca frontalmente con su deseo, quedando ambos separados entre sí; el carácter tendría sus propios deseos independientes del propio sujeto. Joaquín libra una guerra intestina de la que nadie sabe nada, porque sólo él conoce que es envidioso. ¿Un carácter que no tiene consecuencias en el mundo material para nadie es un carácter real o una ficción autoconstruida? Sin embargo, cuando su envidia se manifiesta, las vidas de los demás mejoran, incluida la suya: obliga a su hija a casarse con el hijo de Abel para apropiárselo, pero todos salen ganando porque pueden ejercer sus naturalezas más adecuadamente; pronuncia un discurso que se convierte en legendario alabando la pintura de su amigo, y gracias a esto Abel consigue el auténtico respeto como artista, y él mismo es admirado y se siente satisfecho porque la gloria de su amigo ha venido de él, de él depende, se sitúa al fin en un plano superior. ¿Cuál es la lección? ¿Que hay que seguir la naturaleza de cada uno para obtener, si no la felicidad, al menos la satisfacción, la saciedad del deseo? ¿Que si todos siguieran sus naturalezas habría un equilibrio que haría más tolerable la vida? ¡Demasiado hegeliano para alguien que, como Unamuno, cree que nada tiene sentido! ¿Que intentar aplacarla si no nos gusta conduce irremediablemente al tormento interior? Pero ¿existe realmente ese carácter innato? Se pregunta Joaquín al final de su vida: «¿Por qué he sido tan envidioso, tan malo? ¿Qué hice para ser así? ¿Qué leche mamé? ¿Era un bebedizo de odio? ¿Ha sido un bebedizo de mi sangre? ¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser: «Odia a tu prójimo como a ti mismo». Porque he vivido odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos». No se hace aquí la pregunta clave: ¿tenía elección? ¿Le han hecho, se ha hecho, venía hecho? Aquí entraría una lectura política: la «tierra de odios» es España, pues consideraba que la envidia era el carácter nacional, algo que terminaría llevando a la Guerra Civil, y aún hoy a la mayoría de los problemas del país. ¿Se podría haber evitado esa guerra si se hubiera creído que se podía evitar? ¿Habría podido Joaquín ser de otra manera si hubiera estado convencido de que podría haber sido de otra manera? «¡Ser libre es creer serlo!». Y todos somos libres de creer ser libres.