Para saber lo que se siente siendo un famoso actor de Hollywood, lo mejor es ver Somewhere (Sofia Coppola, 2010). El tema de la fama siempre ha estado presente en la cultura popular de Estados Unidos, quizá por aquello de que las celebridades son su mitología, y es un gozo destripar cualquier mitología, despojarla de su halo de superioridad y bajarla al nivel propio para equiparar la cantidad y calidad de sufrimiento vital. Pero en los últimos años hablar de la fama se ha convertido en protagonista, de forma destacada en la música más comercial. Sin embargo, es imposible entender de qué hablan Lady GaGa o Kanye West. Cuando son sinceros y se regodean en la fama en sí misma, la distancia entre nosotros y ellos es insalvable. Cuando es impostado, como suele ocurrir en el cine, no se dice nada sobre la fama. Cualquier biopic al uso no habla en el fondo sobre este tema, sino que es sin más otro melodrama hecho con molde, con recursos automatizados, cuyo argumento podría haber sido igualmente, sin que cambiara nada sustancial, la pérdida de un hijo o la subida/bajada/subida de una relación romántica.
El mérito de Sofia Coppola es que consigue empatizar de verdad con un famoso. Como suele decirse, lo humaniza, pero no con trazos de brocha gorda y música imperativa, sino con naturalidad. Se propone entrar en la vida de un actor, como espectadora de la persona, no del personaje; o, mejor dicho, integrando ambos desde una distancia medida. Como se avisa desde la primera secuencia, es casi una transposición de The brown bunny (Vincent Gallo, 2003), cambiando la desolación del perdedor por la indolencia del triunfador. El defecto es que el investigador altera irremediablemente (o es alterado por) el objeto investigado, y Sofia Coppola está en la vida real demasiado cerca de esa indolencia, por lo que a veces se contagia del retrato. La primera parte de la película está imbuida de la superficialidad que está contando, y la narración es esteticista y vacua, como la esmerada cocina de la hija del protagonista. Pero, poco a poco, el nihilismo va cobrando forma y se revela como el verdadero núcleo de lo mostrado, no como el modo de mostrarlo. Es decir, comenzamos a entender al personaje de Stephen Dorff. Al hacernos sus amigos, nos damos cuenta de que la única diferencia entre sus aspiraciones y vivencias y las de la mayoría de la gente es la escala. El hedonismo y la inmediatez son para él, como para el vecino, la idea de una vida bien vivida; y, como para el vecino, una idea que en la práctica inesperadamente sólo funciona durante una temporada, hasta que se descubre el agujero detrás de ello cuando se acaba o se repite demasiado. Pero hay características vitales de un actor famoso diferentes a las nuestras, con las que sin embargo se genera empatía. Comprendemos cómo es vivir sabiendo que tienes una tarjeta de crédito que te pagará lo que quieras cuando quieras, siendo a la vez consciente de que no siempre puedes hacer uso de ese poder si quieres seguir conservándolo. Comprendemos la necesidad de aislamiento, al compartir con Johnny Marco ese estilizado, compacto y negro coche superdeportivo que funciona como una cáscara que da seguridad y protege del exterior. Comprendemos que algo tan normal para nosotros como, por ejemplo, una sonrisa, es fingido por ellos con tanta facilidad que pierde su sentido. Comprendemos el absurdo del mundo del espectáculo, en el muy realista surrealismo de escenas como la rueda de prensa o la entrega de premios. Y comprendemos, finalmente, lo que es no tener identidad, y la soledad y desazón que esto conlleva, ser sólo materia en manos de una industria que te controla y conforma a su antojo por su interés. Esto se condensa en la brillante y angustiosa metáfora de la sesión de maquillaje, en la que el actor (real, ficticio, persona y personaje) se ve obligado a estar durante 45 minutos con la cara sepultada bajo un denso material que otros moldearán. Y en el frecuente contraste entre los planos solitarios, de una o dos personas rodeadas de un entorno estéril, y los planos abarrotados, donde el protagonista sigue siendo el centro de todo, rodeado igualmente de un entorno estéril, pero no formado por espacios sino por seres humanos.