Letras en la nevera

Letras en la nevera. Letras con un imán detrás. Es lo primero que compré cuando me fui a vivir solo, hace ahora quince meses. ¿Por qué? Para dar color y personalidad a un estudio que había sufrido los rigores del clima cantonés, que todo lo amarrona. Para darle vidilla. Pero, sobre todo, para comunicarme con los fantasmas. Para que los fantasmas del piso, o los que estuvieran de paso, si los había, pudieran dejarme mensajes. Era el sueño de mi recién estrenada soltería: levantarme una mañana y, presto a preparar el desayuno, encontrarme sobre la pared de la nevera un “HOLA”, un “SÍ”, un “MUERTO”, un «VENGA», un «SEÑORA», un “ETC”.

No se cumplió. Una vez llegué a casa y descubrí un “HELIO BQRJA” —solo hay una letra de cada—, pero era de un vivo al que había invitado y había dispuesto las letras así cuando yo no estaba mirando. Lo dejé tal cual hasta que me cambié a una nueva casa, llevando las letras conmigo. Ya han estado en cinco pisos en un año. En la última no han formado aún mi nombre, no han pasado nunca más del estado aleatorio.

Fueron baratas y los imanes actúan en sintonía con su precio: débilmente. Es difícil que sujeten nada con la fuerza suficiente para que no se caiga. Pero se puede hacer que funcionen, aplicándolos en puntos estratégicos y en números suficientes. La vida, cuando no es cuestión de calidad, lo es de cantidad; pero, sea calidad o cantidad, lo importante son los puntos clave.

Sujetan algunas cosas, en concreto cuatro, que dan a la puerta de mi nevera un aspecto más… lo cierto es que no afecta nada al ambiente de la casa. Solo son cuatro papeles. Ya casi ni me doy cuenta de que están. Al principio era más bonito, cuando solo estaban las letras. Al principio, al empezar, todo era más fácil.

Sujetan cuatro papeles. Uno, el primero, el único que me sigue desde aquel primer piso, es un anuncio de una casa encantada en el centro antiguo de Guangzhou. Me lo dieron en la calle y lo guardé, con la esperanza de acordarme de ir con alguien algún día a visitar esa autodenominada ghost school. Quizá cuando me decida ya la hayan cerrado —quizá sea mucho más divertida entonces; tal vez hasta podría llevar mi juego de letras de la nevera para ver si hay antiguos empleados que quieran comunicarse—. En cualquier caso, es curioso que sea un flyer de temática fantasmal lo que haya perdurado durante más tiempo junto a unas letras que debían ejercer de ouija. Es “irónico”, como se dice ahora sin atender a la semántica de tal palabra. No puedo escribir «irónico» en mi nevera porque las letras no dan, no dan. Creo que tampoco darían para alumbrar una ironía completa. Un alfabeto, y solo uno, es cosa escasa.

El segundo papel es una lista de grupos, canciones, discos de post-punk contemporáneo y algo de oscurantismo electrónico. Me la escribió uno de mis amigos más antiguos en el verano de 2016, un par de días antes de yo dejar España para volver a China, una noche larguísima, un martes en el que cerramos un bar a las 3 o 4 de la madrugada, un encuentro en el que me dejaron poner Wire o Polvo o Brainiac o Six Finger Satellite o Suuns o BEAK> para atronar los altavoces del local. Un bolígrafo llenó una nota con nombres, recomendaciones de un amigo a otro, un precioso sharing entre almas afines, almas viejas, se dio esa noche, una nota a la que he tomado tanto respeto que todavía no me he atrevido a buscar su contenido y se ha convertido en un tótem, en un recuerdo de una amistad tardía con alguien que siempre ha estado ahí y sin embargo nunca ha estado del todo, un símbolo de los extraños senderos de la amistad, un testimonio de que la música me sigue enloqueciendo porque aquella noche enloquecí por la música. Al final puse «White Rabbit» de Jefferson Airplane y con eso me fui yendo 10.000 kilómetros al este, cuando todavía estaba en el sureste de España ya había empezado a irme.

¿Te gustaría tener una nota similar en tu nevera, aunque no tengas imanes con letras? Pídemela. Te la escribo, le hago una foto, te la mando por el canal que me pidas y tú te ocupas de imprimirla. En serio. Te la escribo. Me gusta hacer esas cosas, me encanta. Ponla en tu nevera, me encantaría. Ponla y cuéntamelo. Haz una foto, déjame verlo. Quiero escribirte una lista y verla, ver cómo la tocas.

La tercera nota. Es una tarjeta del servicio de agua embotellada para máquinas de agua de mi universidad. El de la tienda es un hombre orondísimo y moreno, con cara de no tener cara de ser de donde estamos, tan jovial como todos los de su especie —los chinos tan gordos que parecen samoanos y además no son mafiosos—. No entiendo su mandarín, no sé si por su acento raro o porque habla con la boca llena de saliva que no despeja. Pero sonríe. ¡Sonríe tanto, rodeado de agua! Me dio su tarjeta y solo tengo que enviarle un SMS con mi número de piso y decir “dos botellas” (o sea, escribo: «1C504 两瓶») y al rato las tengo en mi puerta, las suben muy rápido aunque no haya ni ascensor. SMS porque, dice, no quiere usar Wechat. He aquí la résistance de la China Popular. Ya tuve su tarjeta antes de que reformaran el piso, no tenía imanes entonces y estaba debajo de la vieja televisión. La usé poco, la tarjeta, la televisión nada, no vivía allí entonces, cogió polvo. Desapareció en la reforma. El hombre siguió riendo.

La cuarta es la etiqueta de una botella de cerveza casera que bebí con mi padre en Lan Kwai Fong, en la isla de Hong Kong. La etiqueta dice así: gwei-lo. Significa “extranjero” en cantonés. Me hice una foto posando con eso mientras la bebía y causó mucha gracia y revuelo en mi muro de Wechat. Me recuerda a mi padre, a su visita, también me recuerda el éxito que tiene todo lo que pongo en Wechat.

Casi no veo lo que tengo imantado en la nevera, pero a veces todavía me fijo y me hace pensar. Las letras solas también me traen recuerdos y reflexiones. Todo son símbolos, en el sentido completo de la palabra.

Hay otras cosas que quiero poner pero no he desempacado aún. Pequeñas notas que acompañaron regalos, algún dibujo encontrado por la calle, anónimos recibidos en mi mesa de profesor hallados antes de empezar la clase, runas para ver si logro invocar de una maldita vez a los espíritus con los que me gustaría hablar, llamarlos para que me hablen. ¿Que me digan qué? Lo que quieran. Los fantasmas que tienen libertad para decidir si aparecen o no deben también tener libertad para comunicarse cuando y sobre lo que deseen. Yo solo quiero facilitarles la tarea.

Tengo otras notas colgadas en mi casa. Están a un lado de mi escritorio de trabajo, en la cara que da a la pared para que no las vea nadie. Están pegadas con papel celo, son unas tres o cuatro y tienen tanto textos como dibujos, en tres idiomas. Quizá se me olvide que están ahí y no las recoja el día —el año— que deba abandonar el lugar y el siguiente profesor las encuentre y les haga fotos y conjeture sobre mí, sobre ella, sobre el amor. Compartirá las fotos en Wechat y Facebook y muchos conjeturarán. Quizá los fantasmas recuerden lo bueno que tuvieron en sus propias vidas, si ven esas notas.

Las letras de la nevera no se me olvidarán cuando me vaya. Un día, más cercano de lo que quiero imaginar —el tiempo pasa tan rápido—, dejarán por completo de sujetar. Entonces tendré que guardarlas en una caja con otros recuerdos. Entonces nadie podrá usarlas para comunicarme nada y dejarán de hablarme cada día. Estarán en la caja y las encontraré años después.