Si uno tiende a interpretarlo todo a las malas, tal vez las películas pretenciosas son aquellas que se plantean desde su origen como un «proyecto». O quizá el criterio se active con las que, en su descripción extradiegética, se autodefinen como una «reflexión», un «análisis», un «examen». Un examen de lo que sea, grande o pequeño, la vida y la muerte, cierta injusticia política o reivindicación social. (Por otro lado, ¿nadie, pretencioso o no, se acuerda de apartarse a un lado y limitarse a «plasmar»?)

Entenderse y elaborarse de partida como algo que aspira a ser mucho más de lo que puede ser se acerca a lo calificable como pretenciosidad. Por ejemplo, la película Mating (Parning, Lisa Maria Mannheimer, 2019) empieza con el anuncio que su directora puso en Tinder para encontrar personas representativas de lo que la autora buscaba, personas anónimas; pero no aleatorias, ya que se intuye un casting: personas perfectas en su cumplimiento de los requisitos sociológico-creativos del proyecto. Su trabajo, su función, será ilustrar con su propia vida la nueva obra de la jefa. El objetivo declarado de Mannheimer: nada menos que «examinar [sic] el punto de vista de la generación digital [resic] sobre las relaciones [recontrasic]». Su método para completar tal plan consiste en «documentar a dos millennials durante un año [los sics, a estas alturas del proyecto, se ponen solos]»:

Si nos tomamos esto de manera literal, no hay duda: estamos ante una película pretenciosa. Lo que dice proponerse es imposible de llevar a cabo. Ni el más grande de los artistas sería capaz de hacer realidad ni una sola de las propuestas de partida. No llega ni a aspiración utópica y, por tanto, no es ambición o impulso: es pretenciosidad.
No debería de hacer falta decirlo, pero es que: a) no existe «la generación digital» (estamos todos metidos en lo digital y, como mucho, se podría hablar de distintos usos generalizados según grupos de edad, y siempre acotando también el lugar geográfico y sociocultural); b) las «relaciones» son algo tan amplio que querer hacer un examen de lo que son es lo mismo que querer examinar el amor o la familia, es decir, es una palabra tan genérica que no significa nada (por suerte, este documental traiciona su pomposo objetivo con, sí, una representación muy interesante de lo que son o pueden ser cierto tipo de relaciones posibilitadas por lo digital y características de ciertos tipos de personas en la actualidad); c) es imposible «documentar» nada durante un año, más aún si la meta es un examen a fondo de un tema que de por sí es inabarcable, inconceptualizable, no se puede ni siquiera documentar de manera exhaustiva una semana en la vida de nadie y este año que se nos vende por anticipado como documentado se reduce a 90 minutos que son, sin más (¡ni menos!), una colección de momentos clave y, de forma destacada, elipsis de absolutamente todo lo que llevó a ellos, 90 minutos de recorte de lo que pudiera ayudar a entenderlos o animar a pensarlos desde fuera de la narrativa impuesta por la autora; d) ¿los millennials no eran los nacidos entre 1980 y finales de los 90?
Una muchacha de 23 años y un muchacho de 20 años, ambos suecos y appletards, le sirven a Mannheimer como modelo, como concentración de lo que en el imaginario público son los millennials, la generación digital y las relaciones ambiguas y abiertísimas de los jóvenes de hoy. Y no, ellos no son los protagonistas de la película. Los protagonistas (lo que, siguiendo la terminología de esta propuesta, podríamos llamar «objetos de estudio») son solo algunos retazos mínimos de las horas y horas y horas y horas hasta llenar días y semanas de duración de vídeos que deben de haber grabado con sus cámaras durante meses. Lo que queda (lo que se ha puesto) en pantalla son highlights audiovisuales-emocionales y frases sueltas seleccionadas de entre las guías telefónicas llenas de sus conversaciones por todo un reguero de apps a las que la directora, la analista, la detentadora de la teoría y del poder, tenía acceso. Como bonus track se insertan, además, unos breves minutos de extractos de las videollamadas probablemente largas y profundas con la autora a través de Skype (¿o era Facetime?; en todo caso, ¡aún no conocían Zoom!, ¿cómo se puede analizar así, sin Zoom, ninguna generación digital actual, millennial o no, y su punto de vista sobre las relaciones?). El anunciado examen del gran tema no proporciona ni el material necesario ni las conclusiones y se reduce a eso: una selección de momentos espectaculares, de epifanías o lo que como tal encuentra acomodo en el arco argumental del, valga esta redundancia, argumento de la directora. El examen queda en una elipsis de todo examen.
No es que se pueda acusar a nadie por montar de esta manera una película con este planteamiento. La pregunta aquí es: ¿se puede acusar de (o caracterizar como) pretenciosa una película por aspirar a un imposible? La respuesta es que solo con eso no se puede. Por ejemplo, ¿podemos acaso decir que son pretenciosas aquellas obras que han querido transmitir la experiencia del sueño o de la pesadilla? Es imposible y, sin embargo, algunos han logrado elaborar experiencias estéticas muy especiales persiguiendo este ideal. El propósito de filmar lo onírico suele estar implícito (cuando no adjudicado desde fuera) y, si se explicita, suele ser como un verso más, parte del juego de la ficción y de la creación, equivalente a un título o a un subtítulo. Sin embargo, cuando Mating empotra esa declaración de intenciones en su metraje, no se lee como una licencia poética sino como una afirmación que sitúa a Mating en unas coordenadas concretas. Una afirmación que es literal y que es parte de lo que la película es.
Pero, claro, no es que los espectadores se vayan a tomar en serio esa declaración de intenciones. Al leerla en la pantalla apenas nos detenemos en ella porque estamos acostumbrados a este tipo de frases y las tenemos automatizadas como «frases vacías»; quizá la directora también y no se haya parado a pensar en lo que significan. Las vemos a todas horas en la publicidad, incluso en la publicidad de las películas: no hay más que leer textos publicitarios como las descripciones o sinopsis que intentan convencernos de que veamos una película u otra.
Es curioso cómo en el caso de Mating, pese a recurrir a la «autoficción» y hasta la «radiografía», la descripción publicitaria es más honesta y menos pretenciosa que la incrustada en la propia obra:

Lo relevante aquí es que aquellas palabras del inicio de Mating no son la publicidad de la película: son la propia película. El vender la obra integrado en la misma obra. Esta película, pues, no aspira a un objetivo irrealizable sino que, sabedora (o inconsciente, por dejadez de funciones) de que su propuesta es un imposible, nos trata de convencer de que lo va a cumplir. Por tanto, no es pretenciosa. Simplemente es deshonesta.
Puede escapar al control del autor lo que se dice de su obra, pero en un proyecto [sic] pequeño como este la directora es capaz de decidir lo que mete en el montaje y lo que no. Y lo que decide es vendernos la moto de que su obra es un examen de las relaciones generacionales de los millennials. Decide vender su proyecto como una mentira; ¿quizá para ajustarlo así a la superficialidad que se suele adjudicar a estos objetos de estudio? ¿O porque es una observadora inevitablemente participante, contagiada de lo que observa?
Hay otra perspectiva desde la que considerar las películas pretenciosas, pero dejo para otros la tarea de pensarla: ¿acaso la pretenciosidad está más bien en el espectador y el proyecto, el sistema de los proyectos, se dedica a explotarla?

Sin embargo, esta falsa pretenciosidad, en realidad deshonestidad, solo es una inane maniobra publicitaria que, en el improbable caso de funcionar, tendrá como mucho la consecuencia de oscurecer lo que la película podría haber aportado.
Por suerte, siempre tenemos ahí la película, lo que comienza después de que la autora nos haya gritado al oído lo que pensaba que queríamos oír.