La máquina y tú

Circuitos, conexiones, cables, chips, plástico, metal, motores, tuercas, tornillos, válvulas, turbinas.

Conoces las palabras para describir una máquina. Corriente eléctrica, energía, vapores, fluidos: algunas también sirven para hablar de ti. La máquina y tú compartís sensores y engranajes.

Pero de la máquina hablas desde una diferencia insuperable. Porque observa esta máquina: es un objeto y no es ni puede ser yo, ni tú. Ni un yo ni un tú. No tiene vida ni consciencia. Es un proceso y es incapaz de ser nada más, ni siquiera en su máxima complejidad puede acercarse a la imprevisibilidad de lo vivo. Sí, puede mirarte como tú a ella, pero solo como partes relacionadas que son en último término independientes y que interactúan de manera mecánica. Nuestros ojos, en cambio, seguimos siendo nosotros.

La máquina no muere: se rompe, se apaga, se agota. Claro que el agotamiento también puede ser una metáfora bastante exacta de la muerte orgánica.

Lo más importante de la máquina es que tiene funciones. Ha sido ideada y construida para hacer algo (¡incluso las hay que existen solo para demostrar que pueden ser creadas!). Una máquina como, por ejemplo, un ratón de ordenador, cuyo objetivo es desplazar un dibujo perfilado a través de una pantalla para facilitarte tu comunicación con ella, y que también tiene algún anticuado botón (el interruptor, como la hoz, es un diseño perfecto que no es necesario actualizar) que sirve para confirmar lo que quieres hacer. La máquina es también el revolucionario telar y el mecha, es el cepillo eléctrico y es el coche. La pantalla en la que lees esto es un componente de un complejo sistema de maquinaria; si lees en papel, lo que tienes en las manos es en gran parte el resultado de la acción de diversos mecanismos artificiales.

Toda máquina existe para algo: tú no.

La máquina es la unión perfecta entre teleología y causalidad. Tú no tienes ni la una ni la otra.

Si crees que los seres vivos desarrollan mutaciones y evolucionan para mejorar, y no que los cambios genéticos son la manifestación empírica de la aleatoriedad del cosmos, eres un finalista y estás equivocado. Finalismo, finalismo y más finalismo: esta, que es la religión verdadera en el mundo de las máquinas, se convierte en peligrosa secta cuando se utiliza para describir lo orgánico. ¡No se te ocurra! Porque la estructura de la máquina es razón y el cuerpo es casualidad.

Somos casualidades que admiran la imposible perfección de lo artificial.

Aquello que carece de vida es lo único cuya existencia posee un sentido. Aquello que, te habilito aquí un momento para henchirte de orgullo, hemos creado nosotros, se entiende: una piedra no tiene ni vida, ni sentido. Está por debajo de ti.

Como en las piedras, hay una cierta belleza en las máquinas obsoletas. Son piezas de museo que se acumulan en desguaces y en vitrinas, son equivalentes con elefantiasis (en comparación con los modelos del presente) del mismo polvo que ellas acumulan en superficie y junturas. Llegas a una exposición de antiguas calculadoras, o a un vertedero tecnológico bien organizado, y no te recibe allí la mística del pasado, no percibes en el mecanismo de hace décadas la magia de la arqueología mesopotámica sino la misma sensación de cuando ves por la ventana del asilo al viejo con Alzheimer abandonado y solo. Pero, a diferencia del triste anciano, las máquinas obsoletas son troquelados de la historia de la técnica y por eso, como todo lo que forma parte de la historia, son elementos de la belleza de la humanidad. A veces maligna, a veces ridícula, pero belleza.

La belleza del ángulo y la que resbala por la textura pulida. La que recorre la línea y la rueda dentada, la belleza de la placa de metales raros y la del microuniverso de plásticos.

Y el rayo que la atraviesa y el que sale de ella: el microscópico movimiento interior de la máquina estática, lo que no vemos, lo más metafísicamente hermoso del ser artificial. Su alma, cuya esencia es tan inefable como la tuya. Sin embargo, aunque no sé dónde está tu núcleo vital, sí podría señalar en un espacio concreto dónde se ubica el espíritu de la máquina. Una glándula pineal que luce del más brillante plateado al anodino negro del polvo de zinc, o quizá un aluminio punteado de un óxido terroso que cambió de naturaleza cromática hace mucho tiempo, con lentitud, siguiendo los designios de otro marco de leyes fijas, el de la química, distinto al programado en su interior.

Huelen, las máquinas, a cromo y a nuevo. ¿Quieres olerlas? ¿Empaparlas de aceite, dejarlas trabajar a su aire con la esperanza de que termine fluyendo de ellas un sudor inodoro? ¿Te gustaría estar dando un relajante paseo por el campo y de pronto escuchar cómo giran y se calientan todas las máquinas de la comarca, oír la carga y la descarga, el golpe de un componente contra otro, contra otra máquina? ¿Querrías tocarlas? ¿Quieres restregarte contra ellas?

Ver y oler y escuchar. Todo eso puede hacerlo la máquina y, en algunos casos, de ello depende el cumplimiento de su tarea. Pero esas percepciones tan lúcidas es la máquina incapaz de sentirlas. Es el fenómeno externo para ella ceros y unos: algo que se enciende porque otro algo se apaga. Tú no eres así y lo sabes.

Querer tocar: ¡tampoco puede! La máquina no tiene volición. Tú, quieras o no tocar (a la máquina; restregarte, etc.), podrías quererlo y eso, sí, eso, esa mera posibilidad de deseo prueba que tienes libre albedrío.

Puedes usar esa libertad para hablar sobre las máquinas. Tu capacidad de decisión te permite animarte a describir una máquina simplemente porque puedes elegir hacerlo. Puedes reflexionar sobre la maquina sin buscar ninguna respuesta. Puedes describir muchas, muchas máquinas. Todas las que existen, incluso las imaginarias, inventar nuevas. Sin necesidad de ser exacto en lo que digas de ellas.

La máquina puede mucho, pero esto no puede. Puede describirte, pero no puede querer describirte.

La máquina y tú formáis un extraño equipo. ¿Cuál de los dos es el parásito del otro?

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