La máquina y tú

Circuitos, conexiones, cables, chips, plástico, metal, motores, tuercas, tornillos, válvulas, turbinas.

Conoces las palabras para describir una máquina. Corriente eléctrica, energía, vapores, fluidos: algunas también sirven para hablar de ti. La máquina y tú compartís sensores y engranajes.

Pero de la máquina hablas desde una diferencia insuperable. Porque observa esta máquina: es un objeto y no es ni puede ser yo, ni tú. Ni un yo ni un tú. No tiene vida ni consciencia. Es un proceso y es incapaz de ser nada más, ni siquiera en su máxima complejidad puede acercarse a la imprevisibilidad de lo vivo. Sí, puede mirarte como tú a ella, pero solo como partes relacionadas que son en último término independientes y que interactúan de manera mecánica. Nuestros ojos, en cambio, seguimos siendo nosotros.

La máquina no muere: se rompe, se apaga, se agota. Claro que el agotamiento también puede ser una metáfora bastante exacta de la muerte orgánica.

Lo más importante de la máquina es que tiene funciones. Ha sido ideada y construida para hacer algo (¡incluso las hay que existen solo para demostrar que pueden ser creadas!). Una máquina como, por ejemplo, un ratón de ordenador, cuyo objetivo es desplazar un dibujo perfilado a través de una pantalla para facilitarte tu comunicación con ella, y que también tiene algún anticuado botón (el interruptor, como la hoz, es un diseño perfecto que no es necesario actualizar) que sirve para confirmar lo que quieres hacer. La máquina es también el revolucionario telar y el mecha, es el cepillo eléctrico y es el coche. La pantalla en la que lees esto es un componente de un complejo sistema de maquinaria; si lees en papel, lo que tienes en las manos es en gran parte el resultado de la acción de diversos mecanismos artificiales.

Toda máquina existe para algo: tú no.

La máquina es la unión perfecta entre teleología y causalidad. Tú no tienes ni la una ni la otra.

Si crees que los seres vivos desarrollan mutaciones y evolucionan para mejorar, y no que los cambios genéticos son la manifestación empírica de la aleatoriedad del cosmos, eres un finalista y estás equivocado. Finalismo, finalismo y más finalismo: esta, que es la religión verdadera en el mundo de las máquinas, se convierte en peligrosa secta cuando se utiliza para describir lo orgánico. ¡No se te ocurra! Porque la estructura de la máquina es razón y el cuerpo es casualidad.

Somos casualidades que admiran la imposible perfección de lo artificial.

Aquello que carece de vida es lo único cuya existencia posee un sentido. Aquello que, te habilito aquí un momento para henchirte de orgullo, hemos creado nosotros, se entiende: una piedra no tiene ni vida, ni sentido. Está por debajo de ti.

Como en las piedras, hay una cierta belleza en las máquinas obsoletas. Son piezas de museo que se acumulan en desguaces y en vitrinas, son equivalentes con elefantiasis (en comparación con los modelos del presente) del mismo polvo que ellas acumulan en superficie y junturas. Llegas a una exposición de antiguas calculadoras, o a un vertedero tecnológico bien organizado, y no te recibe allí la mística del pasado, no percibes en el mecanismo de hace décadas la magia de la arqueología mesopotámica sino la misma sensación de cuando ves por la ventana del asilo al viejo con Alzheimer abandonado y solo. Pero, a diferencia del triste anciano, las máquinas obsoletas son troquelados de la historia de la técnica y por eso, como todo lo que forma parte de la historia, son elementos de la belleza de la humanidad. A veces maligna, a veces ridícula, pero belleza.

La belleza del ángulo y la que resbala por la textura pulida. La que recorre la línea y la rueda dentada, la belleza de la placa de metales raros y la del microuniverso de plásticos.

Y el rayo que la atraviesa y el que sale de ella: el microscópico movimiento interior de la máquina estática, lo que no vemos, lo más metafísicamente hermoso del ser artificial. Su alma, cuya esencia es tan inefable como la tuya. Sin embargo, aunque no sé dónde está tu núcleo vital, sí podría señalar en un espacio concreto dónde se ubica el espíritu de la máquina. Una glándula pineal que luce del más brillante plateado al anodino negro del polvo de zinc, o quizá un aluminio punteado de un óxido terroso que cambió de naturaleza cromática hace mucho tiempo, con lentitud, siguiendo los designios de otro marco de leyes fijas, el de la química, distinto al programado en su interior.

Huelen, las máquinas, a cromo y a nuevo. ¿Quieres olerlas? ¿Empaparlas de aceite, dejarlas trabajar a su aire con la esperanza de que termine fluyendo de ellas un sudor inodoro? ¿Te gustaría estar dando un relajante paseo por el campo y de pronto escuchar cómo giran y se calientan todas las máquinas de la comarca, oír la carga y la descarga, el golpe de un componente contra otro, contra otra máquina? ¿Querrías tocarlas? ¿Quieres restregarte contra ellas?

Ver y oler y escuchar. Todo eso puede hacerlo la máquina y, en algunos casos, de ello depende el cumplimiento de su tarea. Pero esas percepciones tan lúcidas es la máquina incapaz de sentirlas. Es el fenómeno externo para ella ceros y unos: algo que se enciende porque otro algo se apaga. Tú no eres así y lo sabes.

Querer tocar: ¡tampoco puede! La máquina no tiene volición. Tú, quieras o no tocar (a la máquina; restregarte, etc.), podrías quererlo y eso, sí, eso, esa mera posibilidad de deseo prueba que tienes libre albedrío.

Puedes usar esa libertad para hablar sobre las máquinas. Tu capacidad de decisión te permite animarte a describir una máquina simplemente porque puedes elegir hacerlo. Puedes reflexionar sobre la maquina sin buscar ninguna respuesta. Puedes describir muchas, muchas máquinas. Todas las que existen, incluso las imaginarias, inventar nuevas. Sin necesidad de ser exacto en lo que digas de ellas.

La máquina puede mucho, pero esto no puede. Puede describirte, pero no puede querer describirte.

La máquina y tú formáis un extraño equipo. ¿Cuál de los dos es el parásito del otro?

Las piernas: sus especifidades

(¿Te atreves a leer esto sin sentarte? ¿Situarías por mí la pantalla encima de tus muslos y, con la cabeza gacha, afrontarías los siguientes párrafos? ¿Harías eso para sentir tus piernas mientras lees lo que he escrito sobre ellas?)

Las piernas sirven para andar. También para estar de pie y, más aún, para mantenerse en ese estado. ¿Necesitabas leer esto para saberlo? Pero tal vez sí debas seguir leyendo para descubrir otros aspectos menos comentados de las piernas.

Por ejemplo que, como el resto del cuerpo, son antes que nada huesos cubiertos por músculos, carne, piel, y que esto que acabo de escribir no es del todo cierto porque “huesos, músculos, carne, piel” no son sino palabras genéricas, incorrectas, que no terminan de definir nada concreto y que usamos como sustitutivo de la detalladísima realidad quienes desconocemos la terminología anatómica específica. En todo caso, las piernas, sean cuales sean los nombres de los elementos que las componen, capa tras capa, son, como el resto del cuerpo, una parte más de este, inseparable de él.

¿Tiene sentido entonces escribir de ellas de manera independiente, sin tener en cuenta el cuerpo al completo? Sí, porque una pierna no es un ser y escribimos constantemente sobre entes que no existen por sí mismos. Y sobre todo porque entre una pierna y una oreja, incluso entre una pierna o un brazo, hay más diferencias que las que separan un hombre de un perro.

Por ejemplo: lo característico de la pierna es su alargamiento. Es algo que sale de un sitio (la cintura, o la ingle, según dónde se empiece a contar) para llegar a otro (el pie o, si nos ponemos fenomenológicos, el punto en el que uno deja de ser uno para ser uno-en-contacto-con-el-mundo) y, lo relevante aquí, este camino lo hace en la vertical más clara que posee el ser humano. (La columna vertical, como describe su nombre, también tiene tal naturaleza longitudinal pero, salvo tragedia, suele estar oculta y, por tanto, no debe ser la primera en nada; ni siquiera en esta humilde clasificación que revaloriza la importancia de las piernas.)

Como algo elevado, tienden también a elevar a quien las posee en mayor longitud; dicho de otra manera, a piernas más largas puede aspirarse a puesto más alto en la escala social. Las piernas, así, son algo que se eleva y a la vez eleva.

La longitud de las cosas es de gran importancia: una larga carrera, una vida larga, un sueño largo y profundo, una relación que no fracasa demasiado pronto. Lo largo, por tanto, acompaña al triunfo (y eso cuando no es la causa del mismo). Piernas visualmente largas traen beneficios. El truco está en ese “visualmente”, ya que hay recursos y tretas para engañar al espectador de un par de piernas y hacerle creer que no son cortas, es decir, que están hechas para el éxito. Para el beneficio de su poseedor (quien, a su vez, es casi siempre de altura destacada). Algunas de estas artimañas: zapatos que colocan los pies en diagonal, tacón arriba punta abajo; pantalones o faldas abrochados más allá de la cintura; un leve torcimiento de una de las rodillas para que el cuerpo parezca necesitar agacharse para relacionarse con el mundo (¡que queda allá abajo!) por culpa de unas piernas anormalmente estiradas, deformes, heroicas. No es un tema menor, pues el dominio de estas astucias en el día a día es clave para muchas personas.

Sin duda, las piernas cortas pueden alcanzar la grandeza, incluso la de corte económico, pero será a costa de ellas mismas.

Volviendo a la cosa en sí: las piernas, sin importar su tamaño, son como mármol, o como membrana.

Son también elementos de esa categoría del mundo que abarca lo romo. ¿A quién no le gusta lo romo? Pues las piernas, junto a las mejillas y, en afortunadas y núbiles ocasiones, las nalgas, son las reinas de lo romo. La redondez justa, sin el exceso de lo cular, firme en el gemelo, es la cima de la belleza no afilada. Las piernas, cuanto menos perfiladas, mejor.

Por otro lado, hoyuelos y durezas en su superficie no solo son admisibles, sino recomendados. La infrecuente visión de un muslo aplastado por el gemelo propio de la pierna opuesta al sentarse transmite poder. Es intenso. Es carnal. Cuando el muslo en tal postura muestra una hendidura y el gemelo desplaza su bola nos encontramos, quizá, ante el apogeo de la pierna.

Pero sirven para más que ser plegadas, ostentadas, entrenadas o montadas como método de locomoción. Las piernas tienen también presencia en los placeres: su tersura, o tal vez su acolchamiento, o su rigidez, enardece las miradas. Son dos barras que se miran y se tocan, se recorren, se aprietan y se besan. Se pulsan. Postes que se muestran con orgullo a cualquiera que pase. Acaso sirven para afirmar la seguridad en uno mismo, si son farolas.

Duras o blandas, las piernas peludas recuerdan nuestro origen animal, aunque menos que los brazos al no ser simiescas. Vello atrapado en las gomas de los calcetines y pelos acariciados por un amante, que pasa su mano rozándolos como si tratara de sentir las puntas de la hierba. Un halo que las cubre en la iluminación adecuada. Decoloraciones, depilaciones, ocultamientos; todo ello se comete sobre los pelos de las piernas porque debe hacerse. Es también, aunque de otro modo, lo natural.

Y el sexo.

Los choques entre pares de piernas, entre cara frontal y cara trasera. Los ritmos que se convierten en texturas al unirse unas piernas con otras. El frotar algo que queda aprisionado en el interior de la carne de dos muslos, o cuatro muslos que se frotan entre sí. La palmada acompasada, repetida.

Las piernas como escupidera, como recipiente de los líquidos que chorrean, como es inevitable que pase cuando todo encaja y el mundo está bien.

Lo único malo es que para hablar de las piernas humanas no hay sinónimos. (Siendo exactos, la mayoría de cosas esenciales solo pueden nombrarse con una palabra.) Patas, extremidades inferiores, miembros… ¡No! Las piernas son piernas y da igual repetir este sustantivo. Escribirlo una y otra vez es el equivalente a un paso y al siguiente, cada “pierna” negro sobre blanco es cada paso que damos con el movimiento de las piernas. Pierna, adelante, pierna, adelante. Obsérvala en su movimiento (¿la ves?).

¿Qué piernas quisieras ver ahora? En todo momento hay ciertas piernas, o tipo de piernas, que deseamos. ¿En qué posición, circunstancia? ¿Desde qué angulo? ¿Quisieras verlas o sentirlas de otro modo?

¿Cómo estaban colocadas tus piernas mientras leías este texto? Mira hacia abajo y descríbelo con una frase.

Cómo superar el miedo a volar

Nunca te había pasado. No es que vueles a menudo, pero era llamativo que fuera la primera vez y viniera así, de golpe. Fue enfrentarte al momento de subir al avión y empezar a ponerte nervioso, a utilizar verbos como «enfrentar». Te mostraste reticente a entrar pero, claro, habías comprado el billete, habías planificado mucho, todos daban por hecho que te irías de ese sitio y llegarías al otro. Así que no te quedó más remedio que subir y sentarte, expectante ante el aliento del desconocido miedo a volar.

De pronto era para ti una obligación de las empinadas, algo que te estaba costando un gran esfuerzo, no algo rutinario, un trámite. Es mucho más peligroso ir en autobús por ciertas carreteras, ¿no? O abusar del azúcar o de la carne, esas cosas que te matan poco a poco, eso es mucho peor y lo haces sin problema, y lo haces cada día. Será porque ir en avión no es rutinario y, por eso, eres mucho más consciente de que puede acabar contigo. Es fácil imaginar lo que puede ir mal en un avión, no hace falta ni escribirlo aquí, recuerdas sin dificultad varias noticias de desastres aéreos y ninguna, ninguna de uno que se cayó en la ducha, de otro que falleció de diabetes por su dieta irracional, del que se tropezó en la escalera y no pudo levantarse de nuevo, ni siquiera del que no se esperaba que ese día sería su último y terminó siéndolo. Pero las imágenes del avión y su relación con la muerte (tu muerte) son constantes y la propia experiencia de volar se empeña en que no lo olvides, restregándote inquietantes posturas de auxiliares de vuelo, nunca pierdes de vista su expresión para adivinar si algo va mal de verdad, y vídeos y cartones unidos a los asientos con pegamento de alta tecnología y detalles sobre tu seguridad. Sobre lo que puede ir mal.

Ya estabas sentado y con el cinturón puesto, apenas podías moverte pero, eh, esa es la idea. Que te quedes bien atado a tu asiento mientras planeas hacia el fin. Sudabas a mares, creando el mar sobre el que caeríais, tamborileabas con los dedos sobre la misma pared que te daría el golpe definitivo, observabas a los que te rodeaban y algunos estaban igualmente nerviosos, sabían, como tú, la verdad.

Pero no era la verdad. Era una fantasía. Era un miedo infundado. La estadística estaba de tu parte, había tanto que temer allí como cada vez que pasas por debajo de un árbol en un día de viento, o menos. Un rayo, la ducha otra vez.

El avión empezó a resbalar por el suelo y tu corazón se aceleró. Tus ojos se abrieron y los de otros pasajeros se cerraron, muchos puños se apretaron, manos agarrando lo que pudieran agarrar. Fue más o menos entonces cuando superaste tu efímero miedo a volar.

«Voy a morir hoy, en este vuelo, quizá no en el despegue, pero este avión va a ser el último lugar que visitaré en mi vida», pensaste. «Pues vale».

Esto lo cambió todo. Pasaste de esperar la salvación a desear el accidente. Ponerte en lo peor como única manera de enfrentarlo con dignidad. Dejaste de sudar y tu cuerpo se relajó, los músculos aceptaron la situación, solo te ponía algo nervioso que no estaba garantizado que fuera rápido aunque, bueno, incluso en el peor caso solo serían unos minutos, como mucho unas horas si fuera un accidente único en la historia.

Visualizaste la caída, los segundos previos al suelo que verías acercándose de manera que sabrías ineludible, como en aquella película. Y te viste tranquilo, con algo de pena por las oportunidades que ya no tendrías pero en calma contigo mismo, con los ojos cerrados, los dientes apretados. Esperando a que llegara cuanto antes.

Así superaste tu miedo a volar. No moriste.

Están entre nosotros

Están entre nosotros. Son cada vez más y se esconden menos, porque no les importa que sepamos que están cerca. Todavía sí, pero dentro de poco no les va a importar.

Están en la calle, sobre todo ahí, aunque es el lugar más difícil para avistarlos. Están en internet, cómo no. Hacen mucho ruido, más que las teclas de sus teclados, más que los pensamientos en el interior de sus cabezas, esas ideas y opiniones que no pueden contener y deben contar. Están donde lo esperas, pero a veces también allí donde menos lo esperabas; quizá incluso tú mismo seas uno de ellos.

¿Sabes dónde más están? En la tienda, delante o detrás del mostrador. En la panadería, haciendo cola, poniendo orden, creando saliva ante la visión de una crujiente barra campesina. En el supermercado, quejándose de una etiqueta de precio que seguro seguro debe de tener un error. O en la puerta, vigilando; vigilándonos. También están entre los que son vigilados. Están en la vendimia dejándose los riñones recogiendo uvas o sacando un beneficio inmoral (según algunos de ellos es inmoral, otros te dirían que no) vendiéndolas. Están entre las sábanas y están manchándolas. Entre tus sábanas. Manchando tus sábanas. Esta noche o la que viene.

Dentro del armario o han salido ya. Contemplando la belleza de la aurora y teniendo pensamientos inspiradores ante el atardecer sobre el mar. En tu pantalla y en la suya, en la electricidad de los cables, en la iglesia, en el casal, en la asamblea y en la aclamación, en la entrada que un rato después será salida, en los hospitales, en los ayuntamientos, en sus casas, en las aulas que deberían arder de amor y pasión. En los errores y, quién lo iba a decir, desde luego tú no, en los aciertos. Están lejos, al lado, en los intersticios, allí donde no cabe nada. Están por todas partes.

No solo están sino que son. Son buenos y son malos, son los que nunca habrías imaginado y aquellos a los que ves venir. Son los y las del plural masculino universalizador y también quienes usan las arrobas y lxs equis. Cis y trans, apostólico-romanos y puritanos, son presumidos, visten ropas de segunda mano con permanente olor a lavandería industrial y muchos agujeros, llevan rojo y rosa y negro, y hasta azul y verde y amarillo. Y blanco.

Son quienes creen ser y quienes quieres que sean. Van cerrando el círculo, acercándose al centro de la espiral, y también son los que están cada día más lejos, más perdidos. Son tus familiares, incluso algunos de tus amigos, esos a los que escogiste con durante tantos años. ¿De qué te sirvió el celo y el rigor en su búsqueda, si al final resulta que son ellos? Están entre nosotros.

Tienen cuerpo pera y el perfil de su rostro es como una manzana, hacen la operación bikini o se rascan la tripa tirados en su sofá; o en el tuyo. Caderas partidas, six-packs, cinturitas de avispa, ropa que les queda fatal, otra vez la ropa. Ojos enrojecidos, ennegrecidos, ojos llenos de rencor, de pasión, de ganas de troleo, de amor y de bondad. Son un incordio pero no puedes evitarlos. No puedes no quererlos.

Los reconocerás por la forma en que articulan las palabras, aunque entre ellos los hay mudos o con necesidad urgente de logopeda. Sabrás quiénes son por su dislexia, o por sus alucinantes habilidades literarias. Es tan fácil descubrir quiénes son cuando hay luz, o en la oscuridad.

Se les ve venir.

Y vienen a por nosotros. Quieren convencerte, que seas uno de ellos, si no lo eres ya. Que les des la razón. ¡Cómo no, si la tienen! Déjate llevar, escúchales, deshazte de tus prejuicios y de tus mapas mentales. No hay bien ni hay mal. Solo hay gris y el gris es el color más hermoso, el color de la verdad. El de los verdaderos, los que brillan, los que te habían engañado y te hacían creer que eras un genio, los que te hacen el requiebro político-moral definitivo.

Saben algo que nosotros no sabemos. Son ellos. O acaso estamos equivocados y no, no son ellos. Acaso somos nosotros.


[Imagen: They Live, We Sleep, Paul Williams]

Estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo

«Estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo», te dice después de lo que ha pasado, a tu lado.

Habías estado así desde que te levantaste. Desde anoche, un rato antes de dormir. Desde después de comer ayer, de hecho. Un café ayudó, pero a la noche acabó el efecto y volvió el apagón mental. No parecías vivo y no lo sabías, no con esa palabra, lo descubriste cuando ya había terminado todo y ella te dio la bienvenida de vuelta al mundo de la vida. Aunque habías vuelto antes, por tu cuenta.

Es que no tenías ganas. No tenías fuerzas. Querías hacer demasiado y estabas haciendo tan poco. Hacías nada.

Después de que te dijera aquella frase, siguió con sus pantallas y tú con las tuyas, pero los dos felices. No habría que romper, la relación esta vez duraría. Queríais estar juntos. Seguiréis juntos. Es vuestro deseo y es la realidad.

Hoy no le cuentas lo que te gustaría sacar de dentro, pero no hace falta porque lo sabe. Lo que piensas estaba en sus palabras, como una evaluación, también como un aviso. Que piensas que piensas demasiado, que no haces suficiente, que sabes lo que está bien o lo que necesitas y, aun así, no lo haces. Que se dan todas las condiciones y, aun así, no las aprovechas. Que se dan las condiciones suficientes para crear las condiciones necesarias. Tanto sobre lo que no dudas y, por eso, tanto que desaprovechas.

La falta de voluntad te hace cadáver. La desconexión entre ética o moral y voluntad es uno de los grandes problemas de la filosofía, desde Platón lo menos (esta parte ella no la puede saber, no en estos términos). ¿Qué vas a poder evitarla tú? Tú, uno más en el largo árbol genealógico de la especie humana. Uno de los últimos hasta ahora, sois miles de millones en estos momentos, más que nunca antes pero contáis como el final del camino, como todos antes. No te atreves a decir nada más que «hasta ahora» porque, después, lo desconocido, tal vez el final para todos. Entre medias un puñado de sueños cumplidos y muchos por cumplir. El mejunje que forman los fracasos, los éxitos y las profecías equivocadas en parte, ese jugo es el de la frustración, el de la desconexión entre voluntad y lo que quieres. Quizá más adelante…

Pero es el presente lo que tienes entre manos y no te gusta estar muerto. Tu presente. A su lado o contigo mismo. Disfruta, te dices. Haz lo que sabes que quieres hacer, lo sabes, lo tienes tan claro, llevas años sabiéndolo. Te dices. Cuando lo haces eres feliz. Lo sabes, te lo dices, hasta te escucha cuando lo dices. Te compadece, te abraza. ¡Estar vivo!

No lo vas a hacer, no siempre, no la mayoría de veces. Tantas veces no. Pero algunas sí. ¿Cuándo sí? A veces, ya lo has dicho. Suele ser cuando se vuelve intolerable el no hacerlo. O, si no, al revés, maldita carencia de lógica matemática en la sangre humana, cuando es más insoportable es cuando menos vivo estás.

Ella te dice que ha pensado un juego para la próxima vez que pase. Cuando estés incapacitado, llenando de depresión tu cuerpo, empapando los sofás y vuestro amor. O cuando le pase a ella, también le pasa, claro que sí, en ambos casos vais a tener que jugar.

El juego durará media hora. Consistirá en bailar los dos juntos, juntos o uno al lado del otro, frente al otro, de espaldas y solo compartiendo la misma habitación, será hacer lo que a cada uno le venga en gana con una música que irá cayendo como una cascada. Será hablar sin objetivo, decir cosas en el idioma en el que te sientas más cómodo, aunque la otra persona no lo entienda. Añadir «le-» al principio de cada palabra esdrújula y «-arción» al final. No contar la clave que permita descifrarlo y mirar mucho a los ojos, apretar las manos con la fuerza de la primera vez que os separasteis durante diez días. Para comunicaros utilizaréis las risas, los abrazos, los pasos de baile más ridículos, los más apasionados. Los que no quieres que grabe ningún vecino, casi que ni ella los vea. Pero que los vea, y ver tú los suyos, es tanto el medio como el objetivo. Los movimientos más auténticos. Dejarse llevar y reactivar la sangre, liquidar la resistencia interior indeseada. Ella recalca que durará media hora. Treinta minutos después poder compartir el «estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo» sin tener que expresarlo con el lenguaje.

Quince minutos después de inventar el método, ha montado una playlist con 26 canciones (al final se quedan en 20), buenos beats del bar en el que te sientes más cómodo, la música que te gustaría pinchar para animar a la gente que se hubiera acercado, mezclada con canciones imposibles, melancólicas, sin percusión y con rimas fáciles, con auténtica poesía. Quiere probar la lista y jugar al juego, aunque hoy no va a hacer falta porque ya has resucitado. Ella lo sabe, cómo no, por eso ni te pregunta si quieres.

Pero jugasteis a otro juego, cuyas reglas se establecieron en menos de tres frases. «Vamos a imitar animales». «Empiezo yo», dijiste. Te moviste como una mariposa, lo hiciste bien pero ella dijo «gallina». Os reísteis tanto durante el largo juego, sobre todo ella.

Antes de las pantallas y de los juegos, antes de que te dijera que se alegraba de que estuvieras vivo otra vez tú ya te habías dado cuenta de que estabas bien de nuevo. Había pasado lo peor. En un sillón, junto a ella. Que te lo dijera sirvió para darle forma de palabras. Para escucharlo y, así, convertirlo en realidad. Nunca fuiste un solipsista; otra contradicción.

Piensas algo más. Piensas que la felicidad está en la resurrección lograda por ti mismo. Y que la felicidad absoluta es tener quien vea cómo has salido de la cueva con tus propios medios y lo comprenda, quien sepa apreciarlo porque te conoce y sabe cuándo estás muerto.

Sabes que una de las dos felicidades es menos verdadera que la otra y que te engañas al ponerlas al mismo nivel.

Piensas tanto, ella entiende tanto. Pero no todo. Aunque sabe lo suficiente: que estás vivo y ella también.