El Cristo de Borja: vida antes que arte

 

El nuevo Cristo de Borja debe vivir. No lo digo con ánimo de ciberironía postmoderna, sino porque realmente debe vivir. Es lo mejor para todos. Aquí hay dos temas que quisiera comentar; siendo El Ansia otro Centro de Estudios Borjanos (pardon the pun), me considero con voz y voto. En primer lugar, las autoridades y los profesionales han puesto el grito en el cielo y han anunciado una rápida intervención que intentará recuperar el original. Pero ¿por qué es mejor volver a la obra original (ni eso: a una copia de la obra original) y destruir la actual? Al fin y al cabo, por mérito que tenga, no dejaba de ser una obra del montón, como las que hay casi en cada pueblo. Ese retorno al pasado ciego, autoritario y a toda costa, sin ni siquiera plantearse las alternativas, es un ejemplo de academicismo alejado de la realidad. Es un ejemplo del mundo en el que vivimos, en el que unos cuantos con poder, ya sean políticos o especialistas, deciden lo que conviene a los demás y lo hacen de manera automatizada, sin valorar que hay otras opciones además de las que ya conocen. Es un ejemplo de que vivimos en un mundo sin creatividad, incapaz de encontrar soluciones originales, de salir de lo que ya se ha hecho, incapaz de reinventarse cuando tiene la ocasión. En este caso, la «restauración» es un estropicio, pero ¿qué aporta al mundo, al pueblo, incluso a la fe de sus habitantes, tener un Cristo aburrido como hay miles? ¿Por qué anteponer el recuerdo de (una parte de) un artista de importancia local a todo lo demás? ¿Por qué no aprovechar que las circunstancias han ofrecido a Borja la posibilidad de distinguirse de todos los demás pueblos, de tener algo efectivamente propio, un producto local curioso y que, por lo visto y oído, gusta a muchos vecinos? De tener algo único, algo que podría atraer turistas que antes ni se plantearían pasar por allí, algo de lo que podrían comprar postales.  De tener una rareza cuya extravagante historia podría contarse durante generaciones y probarse fisícamente como verdadera. ¿Por qué robar esa posibilidad que se ha presentado para satisfacer a cuatro estudiosos? Que pregunten al pueblo de Borja y que el pueblo de Borja decida.

En segundo lugar, cuidado con las coartadas jocosas (o incluso serias, que de todo hay) sobre el valor artístico del estropicio que ha hecho la pobre señora. Hace falta sentido del humor, pero sin olvidar que hablamos de una anciana; si se acompaña de cariño, seguro que la mujer se anima y hasta termina orgullosa y divertida. Está bien reírse de algo que es sin duda gracioso pero, llegado cierto punto, la broma más o menos cínica impide ver la realidad y puede tener incluso feas consecuencias. No es un nuevo art brut, no es una expresión pura del espíritu popular, no es una vanguardia azarosa ni un expresionismo resucitado. Es simplemente un desastre inintencionado. Sin embargo ¿qué más da que no sea arte? Es vida. Es algo real, algo que ha pasado, una memoria de un hecho. Sí, el arte es muchas veces lo que da significado a la vida, pero conviene saber cuándo hay que sacrificarlo para que la vida reine. Es algo simpático que ha borrado para siempre una obra (no la obra) de un artista o artesano, de acuerdo, pero de uno como hay cientos. ¿Tan grave es la pérdida? La nueva pintura es entrañable, tiene un aura benjaminiana pura que pocas obras de arte tienen. La nueva pintura habla, dice cosas, despierta la humanidad del espectador. ¿Por qué borrarla? Borremos antes a los academicistas acríticos, fosilizados, incapaces de ver la vida cuando la tienen ante sus narices. Hablan de reparación, de arreglo, de restauración. ¡De salvación! En realidad, están hablando sin darse cuenta de falta de alma, de burocratización de la realidad, de fetichismo, de destrucción irracionalista. De inhumanidad.

FUEGOS EN LA LLANURA: La Guerra es un continuo de horror

Dos adolescentes llegan en canoa a su antigua aldea, ahora abandonada en mitad de la Guerra, en busca de un poco de la sal que escondieron. Allí, despreocupados y sonrientes, se encuentran por sorpresa con un soldado japonés. No es el villano de la película, sino el protagonista. Cuando se encuentran, la lógica del cine bélico indica que el personaje que conocemos suele ser humano, esto es: que sabe perdonar la vida, que no mata inocentes salvo por accidente o en situaciones extremas. Se espera que, tras la tensión, baje el arma (o la utilice como mera amenaza) y suceda algún tipo de diálogo sin palabras, en el que mutuamente terminen por comprenderse y ofrecerse ayuda. Al fin y al cabo, nadie se juega nada ahí, es una aldea perdida; llena de cadáveres de soldados japoneses, sí, pero sin presente hostil. De repente, la chica empieza a gritar y el soldado, nuestro héroe, dispara y la mata sin pensarlo mucho, a sangre fría y sin razón. Intenta matar a su compañero, que consigue escapar. El epílogo de la secuencia nos muestra al soldado mostrando cierto respeto a la muerta, sin arrepentimiento, hasta que descubre la sal y la aparta como si fuera un mueble que le molestara. Esta brillante escena enseña sin rodeos el absurdo de la Guerra, de la violencia innecesaria, del asesinato gratuito ante quien ya no se considera un humano como uno mismo. De cómo el héroe es sin duda humano, pero no de la manera en la que el cine nos ha acostumbrado: benévolo, generoso y empático, sino como una máquina de matar cuerpos, como un ser que ya no cree en las almas. Ni las ajenas ni la propia.

Sin embargo, la grandeza de Fuegos en la llanura (Nobi, Kon Ichikawa, 1959) reside en que no explica la Guerra en una sola secuencia. Quizá en la vida cotidiana pueda hacerse así, una vida en la que manda la rutina y los clímax puedan ser los momentos epifánicos. Pero la Guerra no es así, la Guerra es un continuo de horror del que es casi imposible entresacar un momento como definitorio. No se puede simbolizar, sólo vivir o mostrar extensamente, por acumulación de horrores y por el horror constante. Es lo que hace la película de Ichikawa. Por momentos parecería asimilarse a un infierno en el que el soldado va adentrándose en círculos concéntricos cada vez más terribles. Pero no es así, porque no hay una progresión. Hay una progresión en la degeneración física de los soldados pero, cruzado cierto punto, no en la psicológica. El último tercio de la película contiene momentos largos y tranquilos, que cortan esa sensación de creciente animalismo, de apocalipsis cada vez más cercano. La Guerra, en este sentido como la vida, tiene sus altos y sus bajos. Sólo una lógica argumental aquí inexistente garantizaría que lo próximo será peor que lo anterior. No sé si Fuegos en la llanura es la mejor película sobre la Guerra de la historia, aunque su crudeza, humanidad, verdad y prolijidad la convierten en seria candidata.

Tony Scott: ¿el hermano tonto de Ridley?

[Juego un partido del peligroso deporte de exhumar viejos textos propios y recupero para la triste ocasión del suicidio de Tony Scott un artículo que le dediqué hace años en MWM. Mucho más light y superficial que los petardos que escribo ahora, pero en el fondo sigo estando en general de acuerdo conmigo mismo.]

Tony Scott empieza en el cine en 1965, como actor en el extraño corto debut de su hermano Ridley Boy And Bicycle. No interpretaba a la bicicleta. Siempre ha sido detestado por la cinefilia tradicional, quizá porque no es un director ortodoxo que se base en el rodaje, sino que éste es casi un trámite para crear la película en la sala de montaje. Su narración no depende de que cada plano signifique algo y esté por alguna razón, sino de un adecuado ensamblaje y selección de mucho material grabado, que acaba formando un potente todo. Aunque se venda al mercado sin muchos escrúpulos, se le puede considerar un autor, con sus colaboradores casi fijos, con su estilo propio y reconocible y a veces radical, sus cielos naranjas, y sus habitaciones a contraluz.

Licenciado en Bellas Artes, su verdadera primera película es El Ansia, uno de los inventos vampíricos más curiosos de los 80. Empieza sin ninguna vergüenza con un semivideoclip de Bauhaus, y luego Bowie, la Deneuve y la Sarandon se magrean en escenarios de visuales avanzados, y liquidan a algunos inocentes jóvenes hipersexuados. Todo como un anuncio de colonia pero muy sangriento y con muchos pelos cardados. Fracasó en su momento, pero el vídeo la convirtió en objeto de culto y hasta la crítica se vio obligada a revalorizarla. El productor Jerry Bruckheimer se fijó en él, y lo contrató para Top Gun, que acabaría siendo uno de los grandes éxitos comerciales de la década. Bruckheimer, pro-militarista y muy americano, acostumbra a ser una fuerza casi más presente en sus películas que el director. Aunque fue despedido varias veces por incidentes con el millonetis, volvía para rodar algunas estupendas escenas de acción, para hacer virguerías mezclando la música con las imágenes, pero también para dejar que Bruckheimer le obligara a meter una historia de amor que destrozaba el ritmo. Y ésta es más o menos la pauta de todas sus colaboraciones con el productor: buenos momentos de acción pero demasiadas concesiones, y un tono general blandito. Liberado de él, aunque siempre dentro de la comercialidad, Tony Scott se muestra como un director atrevido y sin miedo. Tras el éxito de Top Gun, se juntó otra vez con su mecenas en la segunda parte de Superdetective en Hollywood, el punto más bajo de su carrera, con un Eddie Murphy insufrible y absolutamente nada de interés. Seguramente el propio Tony Scott se dio cuenta de que ése no era el camino que quería seguir en el cine, así que se volvió una temporada a la publicidad. Dirigió también el videoclip de One more try de George Michael, que se basaba casi entero en uno o dos planos estáticos en los que no pasaba nada, algo irónico viniendo de alguien a quien siempre se acusa de videoclipero. Decidido a hacer una película seria, se mete en Revenge. Y es otra decepción, un culebrón alargado y supuestamente intenso, que sólo despierta del letargo con un par de momentos de brutalidad. Ya se le daba por perdido, así que volvió con Bruckheimer a intentar repetir con coches la treta de los aviones, y se pusieron con Días de Trueno, una imparable cinta de acción que no engañaba a nadie. Era como ver a un montón de niños haciendo el mono, pero con el careto de Tom Cruise. El guión, muy autoconsciente, era del tipo que escribió Chinatown, y esto marca el inicio de la apuesta más inteligente de Tony Scott: contar siempre con guiones sólidos, populistas pero muy por encima de la media del cine comercial del momento, y a menudo hechos por escritores de personalidad marcada. Y es que, a pesar de su envoltorio ultramoderno, el cine de Scott tiene un regusto clásico, de aventuras que sólo pasan en la pantalla y que cumplen los sueños del espectador medio. Su experiencia en la publicidad le enseñó mucho sobre cómo atraer y conservar la mirada del espectador.

Al año siguiente, en 1991, llega El último boy scout, oscura y cínica, con algunos de los diálogos más hijoputas y citables en años. El mérito es sobre todo del guionista Shane Black y del legendario antihéroe de Bruce Willis, pero Tony Scott sabía cómo darle forma a todo eso: con una fotografía húmeda y gris, de día de lluvia, y escenas como el sorprendente arranque en el campo de fútbol americano, que dio para meses de comentarios en el colegio cuando lo vimos de pequeños en la tele. Es el principio de una racha sin películas mediocres que dura hasta hoy. Ya amiguete de Tarantino (quien lo considera su mentor), se puso tras las cámaras de Amor a quemarropa, con guión de Quentin. Ultraviolenta, llena de actores con carácter soltando tacos, mucha sangre, mucha pasión y Patricia Arquette. De nuevo, pasó algo desapercibida, pero el vídeo, el tiempo y el éxito de Tarantino la pusieron en su lugar. Tras alcanzar aquí su cima, un Scott en estado de gracia vuelve con Bruckheimer y, tal es su buena forma, que hasta con él le sale algo redondo: Marea Roja. La más claramente clásica de sus obras, y la que mejor conjuga la comercialidad pura con el talento narrativo. Marea Roja atrapa con su guión al más puro estilo del cine bélico de los 60 (en el que Tarantino echó una mano), y hasta muestra algo de planificación y montaje tradicional en secuencias tan memorables como la de los torpedos. Pero también aparece con claridad algo peligroso: la ideología fascista de Jerry Bruckheimer. Y es que el guión está montado de tal forma que, pase lo que pase, el espectador tenga que aceptar las tesis pro-militaristas del productor. Tanto Tony como su hermano Ridley, aun proviniendo de una ciudad obrera británica, no tienen muchos escrúpulos en incorporarlas a sus películas. Al menos en el caso de Tony, creo que no hay que tomar muy en serio su ensalzamiento de la violencia y del intervencionismo yanqui: lo usa como parte del juego. Es difícil defender moralmente su cine, sobre todo porque su gran fuerza puede anular la capacidad crítica. Pero si se mantiene, se pueden disfrutar sus películas sin gran cargo de conciencia.

Después de arrasar en taquilla con Marea roja, se metió en Fanático. Injustamente masacrada, es una decente película de psicópata que dota al deporte de envergadura mitológica, tiene un asesinato que da muy mal rollo y, sobre todo, una de las mejores interpretaciones de De Niro en años. Casi retoma su papel de Taxi driver aunque, como el cine de Tony Scott, sin matices ni sutilezas. En Enemigo público vuelve, como siempre después de un descalabro, con su productor favorito. Es una muy entretenida serie de huidas, con un final glorioso, y hasta tiene un suave puntito de crítica política que se anula a sí mismo. En cierto sentido, es una secuela contemporánea de La conversación de Coppola, en la que Gene Hackman parece retomar el mismo personaje 25 años después. Su siguiente película, Spy game, viene en un momento en el que Tony Scott vuelve a ser reconsiderado por algunos sectores de la crítica; y eso llevó a su sobrevaloración. Consigue su mejor equilibrio entre lo clásico y lo moderno, una película de espías de los 70 rodada al estilo del siglo XXI. Con una ingeniosa estructura de flashbacks, es una historia episódica y variada, aunque se agota por momentos. Robert Redford se come la pantalla con su hijo secreto no reconocido, Brad Pitt.

Tras unos añitos de cierta flojera, redescubre y reinventa su amor por el exceso en Beat the devil, un corto para BMW para el que tuvo total libertad. Allí, James Brown en persona renegocia el contrato de su vida eterna con el diablo, que interpreta Gary Oldman. En sólo 10 minutos monta tal barbaridad de pirotecnia visual y desmadre que hace dudar del grado de pureza del material que le pasan sus camellos de confianza. Y lo que es aún peor: decide aplicar sus nuevos descubrimientos al cine. ¡Y le sale bien! Es El fuego de la venganza, un épico y trágico thriller, que absorbe durante casi 2 horas y media, con Denzel Washington como otro antihéroe genial. Ensalada de filtros, negativos quemados, subtítulos que se pasean por la pantalla… Le gusta incluso a la crítica. Y en 2005 viene la que puede ser su mejor película, Domino, donde Tony Scott decide rizar el rizo. Pone las cartas sobre la mesa desde el principio: “basada en hechos reales… más o menos”. Lleva sus desbarres al límite y monta un videoclip de algo más de 2 horas en el que todo, TODO, vale. El exceso por el exceso. Puro punk cinematográfico. Un agotador ejercicio de estilo y de diversión postmoderna, deshumanizada y salvaje, que se sostiene gracias al guión de Richard Kelly, en su segunda película tras Donnie Darko. Su libreto es una colección de fantasías adolescentes y testosterona sin coartadas. Un desastre crítico y comercial que en pocos años será una indiscutible obra de culto. Tras Domino, vuelve con un discreto Bruckheimer en Deja vu. Relaja su estilo y la película se va desinflando conforme avanza pero, aun así, es un retorcido invento de ciencia-ficción, explicado con claridad narrativa diáfana, y con una persecución que hay que verla para creerla. A sus 62 años, su cine es más moderno y energético que el de la mayoría de directores jóvenes. Influencia básica del actual cine de acción, no parece que sus discípulos le vayan a sustituir, aunque algunos apuntan maneras cuando se alejan de las garras de Bruckheimer. Y es que, dicho de forma sencilla, y compartiendo méritos con sus guionistas, Tony Scott es el más fiable director de cine comercial de los últimos 15 años.

Yoshihiro Ito

«Cine invisible» es un término que a muchos gusta últimamente. Por mi parte, lo veo atractivo pero tan genérico que termina por no significar nada. Una interpretación más acotada, aunque igualmente ociosa, podría ser considerar «cine invisible» no a todo cine que apenas se ve sino, en una definición positiva, a todo cine (en sentido más que amplio) que sólo se ve en unos contextos determinados y bastante cerrados. Es el de algunos festivales minoritarios o aislados geográficamente, o simplemente alejados de nuestro ombligo. Es el que uno se encuentra por casualidad y que sólo puede encontrarse por casualidad. Yoshihiro Ito es un director japonés manifiestamente invisible, si se acepta la paradoja. Hace poco me topé con un DVDR suyo en un tracker, y mi olfato siempre alerta me señaló que ahí había algo. ¿Quién es? No se sabe, prácticamente no hay información en inglés o idioma cristiano. ¿Cuál es su filmografía, de la que el DVD anuncia ser una selección? Que alguien que sepa japonés nos lo cuente, si sabe buscar y tiene suerte. ¿Una entrevista con él? ¡Quiero!

Nadie parece saber quién es Yoshihiro Ito y, por supuesto, a nadie le importa. Nadie lo sabrá; la única manera sería que hiciera un largo (¿lo habrá hecho ya?) y que se proyectara en algún festival occidental, dando a conocer su nombre para algunas decenas de personas. O dedicándole unas palabras y unas imágenes en un blog, cuya oscuridad no lo hará visible. Sea como sea, ahí está su cine, no es una mentira. Vortex and others, disco gracias al cual tenemos al menos títulos y subtítulos en inglés con los que manejarnos, recopila cinco cortos de un cineasta fascinante. Una imposible mezcla entre el onirismo urbano de Shinya Tsukamoto y el mejor cine taiwanés contemporáneo, metido en una cáscara de surrealismo puro próximo al videoarte, con una evidente pero huidiza intención alegórica y un erotismo incandescente, incontenible y, sin embargo, contenido. En Imaginary lines (2001) llega el fin del milenio en las calles de Tokyo, mientras dos hombres fantasmales y vulgares, incorpóreos y reales, acosan a una mujer inestable como sombras lynchianas. En The plum suicide (2003), que dice ser parte de un todo mayor llamado Sextet, asistimos a la extraña historia de una mujer con brazos de plástico que seduce a un hombre con ambos brazos escayolados; juntos presencian lo que podría ser el fin del mundo o, quizá, el nacimiento del mundo. Vortex (2005), el más «convencional», muestra un adulterio entre un director de cine y una chica que existe (¿que él crea?) sólo para este acto; y para permitir que existan las fotos que lo prueban. Wife’s knife (2006) es un relato de terror extraído directamente de una pesadilla auténtica, rodado en 16 milímetros de paranoia decantada. El más reciente, Non-intervention game (2008), sigue a un guiri mochilero por Tokyo, al que rodean personajes simbólicos de cierta imagen japonesa; colisiona con una especie de performer dolorosa que baila el anuncio de su muerte en un puente, y que termina siendo más una sirena homérica que una japoamericana arty de los años 60.

Apartamentos con vistas a valles de rascacielos, imaginería (por fin) verdaderamente chocante, lirismo ballardiano, amor intensamente personal, guiones extraídos de la fase REM, criaturas salidas de alguna mitología de megalópolis, pseudohumor de colapso nervioso, poderosos símbolos escogidos con delicadeza… Yoshihiro Ito. Sea quien sea.

Chris Marker: Breve necrológica desde Siberia

Se ha muerto Chris Marker, uno de los artistas más originales del siglo XX, que supo sacar del cine infinidad de nuevas posibilidades. Y, además, sin caer en lo abstruso como tantos otros, sino desde una exploración de la epistemología de las imágenes a menudo transparente. Quizá nadie como él mostró con tanta claridad la falsedad del dicho español de que «una imagen vale más que mil palabras». En su cine, las imágenes adquieren sentido precisamente a través de mil palabras. Indirectamente, nos está avisando de que hay que estar alerta ante las manipulaciones de las imágenes, ante su pretendida objetividad. La percepción inmediata de una imagen lleva a pensar que se comprende por completo en el mismo momento en que se ve, que su mera visión equivale a un rayo violeta disparado a la cabeza conteniendo toda la información objetiva que lo visto puede aportar. Esa inmediatez provoca que se tienda a obviar su contexto con demasiada facilidad, que quede uno desprotegido ante el uso sutilmente sesgado. Como Marker enseñó de manera diáfana en esta divertida (pero en el fondo siniestra) secuencia de Lettre de Sibérie (1957), unas mismas imágenes, incluso un mismo montaje, puede tener significados no sólo distintos, sino opuestos. Cuando se utilizan palabras y hay un contexto explícito, como aquí, es tal vez más fácil advertir la trampa para el espectador alerta. En los dos primeros juegos del vídeo, el narrador cuenta las imágenes primero desde un punto de vista propagandístico pro-soviético; después, anti-soviético. Ambas explicaciones encajan. Pero el peligro mayor viene de la actitud pretendidamente objetiva, ante la que es difícil defenderse porque no se le puede adjudicar una intención tendenciosa, como sucede en los otros dos casos. Es un peligro que acecha a todos, no sólo a los crédulos. ¿Cómo acusar a la objetividad de engañar? Sin embargo, lo hace, quizá inconscientemente. La objetividad de las imágenes es una falacia, captan sólo una parte de la realidad y además a partir de prejuicios de quien filma y monta. La falacia es doble cuando se traduce a palabras de un lenguaje descriptivo «lo que hay» en las imágenes, asimilándolo a «lo que hay» en el mundo. Al ser doble la falacia, su efectividad también es doble si cuela. Marker juega con todo ello y, además de pasar un gran rato y explorar el cine, nos dice: cuidado, chicos. Cuidado. El dogma de la objetividad de las imágenes es un arma cargada de totalitarismo.