Luz y terror (IV): Resplandor tras la bomba

Te muestras vivo, presumes de cómo rezumas vida y músculo delante de todos los que pueden verlo en la orilla del mar, en una playa en la que quema la luz y te parece bien y te sientes aún más vivo porque te miran y tú los ves mirándote. Muchas cosas brillan, tus cosas las primeras. Antes de venir, has oído que es el verano más caluroso desde que vino el siglo. Una vez en la playa lo has vuelto a oír, pero porque lo has dicho tú. Nadie te escuchaba como tú sí lo escuchaste antes. Lo has dicho para ti mismo porque has venido solo. Te imaginas acusando al sol de ser demasiado duro, de no respetar las vacaciones de la gente. ¿Es tanto pedir una mañana agradable junto al mar en la que uno no termine cocinándose?

El sudor resbala, supones en cada una de las gotas el reflejo del sol. Corren por tu brazo, resplandecientes. Caen demasiado rápido y son cada vez más. En tu frente ya forman casi un río, que podría ser tanto de agua como de tu carne derretida. Las pestañas se van poniendo fláccidas, las cejas no cumplen su función de parapeto. El sudor llega a tus ojos y, en ese momento, la gota dentro de tu retina multiplica el efecto de la luz, ahora una mancha borrosa a través de un caleidoscopio pegado a tu cara. El sol parece estar demasiado cerca y no en el centro del Sistema Solar. Rodeado de zumbidos de silencio, te estás poniendo moreno a ojos vista y te sientes vivo. Hasta que descubres que esa luz que te ilumina y ennegrece ya no viene del sol, sino de una bomba atómica que acaba de caer a 3 kilómetros de distancia y con una onda expansiva que te va a reventar. Y lo sabes y lo ves y estás seguro y no puedes hacer nada. Solo gritar. Y todos pueden ver cómo abres la boca y tus dientes brillan mucho mucho. Pueden verlo, pero no lo hacen porque no te miran. Solo pueden mirar hacia la luz que se eleva en el horizonte y que ahora viene corriendo hacia la orilla, transformada en viento.

Alguien (ya no tú: has muerto) podría haber esperado que la luz se comiera la playa, porque luz es lo que se acercaba con una rapidez desmedida, inmedible. Pero, cuando llega, en forma de huracán, se limita a multiplicar la arena, indudablemente molesta porque, además de quedarse pegada a las zapatillas, vuela por el espacio sobre el suelo como un proyectil que puede atravesar cualquiera de los cientos de cuerpos expuestos. A esa velocidad, podría haberlos perforado incluso antes de que hubieran quedado carbonizados. Más violento que el círculo de guijarros flotantes alrededor de un super saiyan enfadado, el polvo en el aire salta hacia los cadáveres y los rompe, los hace estallar como consecuencia de la primera bomba, entra en sus poros, dados de sí por la explosión. Pero no se puede ver, porque todo está cubierto por una oscuridad que da mucho, mucho, mucho miedo. Solo imaginarla (escribirla, leerla) aterra. De la misma forma que la luz viene acompañada de calor, su ausencia es fría, incluso después de la bomba y con el campo de arena humeando. El helor se explica por la súbita desaparición de todo calor humano.

Si los bañistas hubieran sospechado que podría caer la bomba, algunos habrían utilizado sus vacaciones para formar un grupo terrorista. Con la bomba tirada, habrían organizado células activas para vengar a los que hubieran sido atomizados. Habrían secuestrado y torturado durante meses a los líderes mundiales, culpables, CULPABLES de la muerte de millones de personas por debajo de ellos. Por acción o por omisión, las oligarquías económico-políticas habrían causado el holocausto nuclear, del que en todo momento sabían que saldrían indemnes. Un conocimiento que se demostraría equivocado. No fueron los bañistas, ellos murieron y su carne se disolvió; pero otros sí crearon escuadrones para cumplir esa función.

Los terroristas eran tantos que consiguieron sus objetivos con mucho éxito. Secuestraron a un presidente, lo encerraron en un habitáculo sin ventanas, con tres tubos de neón de gran potencia encendidos 24/7. Le daban comida, de mala calidad y aspecto, además de ser letalmente radiactiva. El presidente sufría sus efectos poco a poco, mientras cada día se le mostraban descargas de electricidad a pocos milímetros de sus ojos, la distancia justa para provocar fuertes dolores sin derivar en ceguera permanente. Los ojos quedaron cuarteados como los de un ignorante soldador somalí. Cuando apenas quedaba presidente, sacaron sus restos vivos al exterior, en el día concreto en el que habían previsto matarlo. Los llevaron al prado más alto de la montaña más alta de la región, para que se lo comieran los buitres. El presidente apestaba tanto a radiación, brillaba tanto con una desagradable luz azulona, que ni siquiera ellos lo querían como carroña. Así que murió días después, por todo lo que le habían hecho antes. Una cámara en el único árbol cercano lo registró todo.

Después de él, murieron como él cientos de líderes mundiales. Los filósofos no veían problema moral alguno, no se dudaba de la justicia del castigo sobre los culpables de la destrucción de una humanidad que había brillado durante milenios. Ahora se estaba apagando por voluntad de los oligarcas, como se apagan las bombillas mucho antes de lo que técnicamente es posible que duren.

Un día, cayeron más bombas. Por todas partes. La Tierra dejó de ser el planeta azul. Se convirtió en el planeta blanco, por la luz que lo recorría entero. Hasta los océanos se iluminaron en cada rincón. Después, el planeta negro.