La foto del gato

Las calles están cerradas, como todas. Paseas por ellas como puede hacerlo cualquiera. Arriba hay ventanas enrejadas y a los lados muros y puertas, algún árbol y objetos que pertenecen a una no muy amplia variedad de humanos.

En el suelo ladrillos gastados, casi nuevos pero gastados, basura, horquillas caídas de un flequillo o de una coronilla, hormigas que no ves desde tu altura. Tierra. Y un gato.

El gato no estaba en el suelo, sino detrás de algo, dentro de un espacio, entre huecos oscuros bajo una mesa, encima de una caja de electricidad, al lado de un montón de pieles de cebolla tiradas por cualquier parte. Ahora está en el suelo frente a ti. Te gusta, es blanco, le haces mucho caso. El gato responde y maúlla con una vocecita preciosa, que imitas con prontitud. Tu respuesta le da confianza. Te rodea. Pasea entre tus piernas a espasmos pero con fluidez, como el niño que aprende a patinar hace zigzag entre los conos de colores puestos por el monitor callejero en la plaza, el domingo por la mañana. El gato es pequeño, un joven. Qué suerte que llevas la cámara a mano, la llevas colgando, es tan fácil. Y, si no, el móvil. Todo es tan fácil para ti, casi tanto como para el grácil gatito.

Le intentas hacer la foto, se mueve mucho. Se porta bien. Se la haces, ¡es perfecta!, solo un poquito borrosa pero te lo perdonas, en esas condiciones era así o nada, el dueño aparece y se ríe. Algunos trabajadores del mercado, el gato está por los suelos de un mercado callejero, dejan lo poco que están haciendo y os miran, contentos. No os hacen ninguna foto, ven esto todos los días, tampoco se les ocurre que la foto del gato será bonita, no se les ocurre pensar en la foto del gato. Pero están felices. El gato te ha hecho feliz un minuto, tú y el gato habéis transmitido el placer del nuevo amigo a los que os rodeaban, que no se cansan de la misma escena.

El gato es que es tan mono. En la foto sale mirando hacia arriba, hacia tu cara (¿o hacia tu cámara?), con sus orejas triangulares y sus ojos amarillos, enseñando los afilados colmillos. Cuánta alegría. La imagen parece tener sonido. El bokeh es como un aura que empapa todo lo que no es el rostro. ¿Qué vas a hacer con la foto? Mientras lo piensas, después de enseñársela a tus acompañantes, al dueño que vuelve a su puesto de abrillantar zapatos y hasta a un par de las mujeres del mercado, mientras decides qué hacer con ella el gato se marcha. O sigue andando junto a ti y eres tú quien se tiene que ir, tú con tu foto del gato.

Estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo

«Estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo», te dice después de lo que ha pasado, a tu lado.

Habías estado así desde que te levantaste. Desde anoche, un rato antes de dormir. Desde después de comer ayer, de hecho. Un café ayudó, pero a la noche acabó el efecto y volvió el apagón mental. No parecías vivo y no lo sabías, no con esa palabra, lo descubriste cuando ya había terminado todo y ella te dio la bienvenida de vuelta al mundo de la vida. Aunque habías vuelto antes, por tu cuenta.

Es que no tenías ganas. No tenías fuerzas. Querías hacer demasiado y estabas haciendo tan poco. Hacías nada.

Después de que te dijera aquella frase, siguió con sus pantallas y tú con las tuyas, pero los dos felices. No habría que romper, la relación esta vez duraría. Queríais estar juntos. Seguiréis juntos. Es vuestro deseo y es la realidad.

Hoy no le cuentas lo que te gustaría sacar de dentro, pero no hace falta porque lo sabe. Lo que piensas estaba en sus palabras, como una evaluación, también como un aviso. Que piensas que piensas demasiado, que no haces suficiente, que sabes lo que está bien o lo que necesitas y, aun así, no lo haces. Que se dan todas las condiciones y, aun así, no las aprovechas. Que se dan las condiciones suficientes para crear las condiciones necesarias. Tanto sobre lo que no dudas y, por eso, tanto que desaprovechas.

La falta de voluntad te hace cadáver. La desconexión entre ética o moral y voluntad es uno de los grandes problemas de la filosofía, desde Platón lo menos (esta parte ella no la puede saber, no en estos términos). ¿Qué vas a poder evitarla tú? Tú, uno más en el largo árbol genealógico de la especie humana. Uno de los últimos hasta ahora, sois miles de millones en estos momentos, más que nunca antes pero contáis como el final del camino, como todos antes. No te atreves a decir nada más que «hasta ahora» porque, después, lo desconocido, tal vez el final para todos. Entre medias un puñado de sueños cumplidos y muchos por cumplir. El mejunje que forman los fracasos, los éxitos y las profecías equivocadas en parte, ese jugo es el de la frustración, el de la desconexión entre voluntad y lo que quieres. Quizá más adelante…

Pero es el presente lo que tienes entre manos y no te gusta estar muerto. Tu presente. A su lado o contigo mismo. Disfruta, te dices. Haz lo que sabes que quieres hacer, lo sabes, lo tienes tan claro, llevas años sabiéndolo. Te dices. Cuando lo haces eres feliz. Lo sabes, te lo dices, hasta te escucha cuando lo dices. Te compadece, te abraza. ¡Estar vivo!

No lo vas a hacer, no siempre, no la mayoría de veces. Tantas veces no. Pero algunas sí. ¿Cuándo sí? A veces, ya lo has dicho. Suele ser cuando se vuelve intolerable el no hacerlo. O, si no, al revés, maldita carencia de lógica matemática en la sangre humana, cuando es más insoportable es cuando menos vivo estás.

Ella te dice que ha pensado un juego para la próxima vez que pase. Cuando estés incapacitado, llenando de depresión tu cuerpo, empapando los sofás y vuestro amor. O cuando le pase a ella, también le pasa, claro que sí, en ambos casos vais a tener que jugar.

El juego durará media hora. Consistirá en bailar los dos juntos, juntos o uno al lado del otro, frente al otro, de espaldas y solo compartiendo la misma habitación, será hacer lo que a cada uno le venga en gana con una música que irá cayendo como una cascada. Será hablar sin objetivo, decir cosas en el idioma en el que te sientas más cómodo, aunque la otra persona no lo entienda. Añadir «le-» al principio de cada palabra esdrújula y «-arción» al final. No contar la clave que permita descifrarlo y mirar mucho a los ojos, apretar las manos con la fuerza de la primera vez que os separasteis durante diez días. Para comunicaros utilizaréis las risas, los abrazos, los pasos de baile más ridículos, los más apasionados. Los que no quieres que grabe ningún vecino, casi que ni ella los vea. Pero que los vea, y ver tú los suyos, es tanto el medio como el objetivo. Los movimientos más auténticos. Dejarse llevar y reactivar la sangre, liquidar la resistencia interior indeseada. Ella recalca que durará media hora. Treinta minutos después poder compartir el «estoy muy contenta de que vuelvas a estar vivo» sin tener que expresarlo con el lenguaje.

Quince minutos después de inventar el método, ha montado una playlist con 26 canciones (al final se quedan en 20), buenos beats del bar en el que te sientes más cómodo, la música que te gustaría pinchar para animar a la gente que se hubiera acercado, mezclada con canciones imposibles, melancólicas, sin percusión y con rimas fáciles, con auténtica poesía. Quiere probar la lista y jugar al juego, aunque hoy no va a hacer falta porque ya has resucitado. Ella lo sabe, cómo no, por eso ni te pregunta si quieres.

Pero jugasteis a otro juego, cuyas reglas se establecieron en menos de tres frases. «Vamos a imitar animales». «Empiezo yo», dijiste. Te moviste como una mariposa, lo hiciste bien pero ella dijo «gallina». Os reísteis tanto durante el largo juego, sobre todo ella.

Antes de las pantallas y de los juegos, antes de que te dijera que se alegraba de que estuvieras vivo otra vez tú ya te habías dado cuenta de que estabas bien de nuevo. Había pasado lo peor. En un sillón, junto a ella. Que te lo dijera sirvió para darle forma de palabras. Para escucharlo y, así, convertirlo en realidad. Nunca fuiste un solipsista; otra contradicción.

Piensas algo más. Piensas que la felicidad está en la resurrección lograda por ti mismo. Y que la felicidad absoluta es tener quien vea cómo has salido de la cueva con tus propios medios y lo comprenda, quien sepa apreciarlo porque te conoce y sabe cuándo estás muerto.

Sabes que una de las dos felicidades es menos verdadera que la otra y que te engañas al ponerlas al mismo nivel.

Piensas tanto, ella entiende tanto. Pero no todo. Aunque sabe lo suficiente: que estás vivo y ella también.

Un buen día

Todo empezaba mal ese día. Podrías haberte quedado en la cama hasta tarde pero, ah, maldito reloj biológico. Ni siquiera cuando no tenías que madrugar te dejaba tranquilo, dormido. Terminaste por ceder y te levantaste, te duchaste, desayunaste. Anticipabas que sería otro día desperdiciado y de mal humor. Saliste, o no saliste hasta la mañana siguiente.

Todo mejoró. Fue un buen día. Porque mejoró y porque lo fue.

El día después fue como arañar la pizarra con las uñas, como lo fueron la mayoría de ese mes. Pero incluso durante ese año terrible aún hubo dos o tres días tan maravillosos como aquel.


Lo recordarás cuando recuerdes cosas. Cuando dediques una tarde a examinar («ordenar», te mentirás) todos los trastos y papeles que guardas en esa caja polvorienta, o en la carpeta sepultada en un CD que cada vez temes que será la última vez que un ordenador pueda leerlo, cuando te enfrentes a tu pasado o cuando tu pasado acuda a ti sin avisar, en esa tarde de domingo o en esa ducha, en ese paseo sin rumbo recordarás aquel día; uno de ellos. En el año bueno también viviste ocho o nueve días así, por lo menos.

La vida son esos días. Lo has sabido siempre, no es una sabiduría adquirida. Desde pequeño en los cumpleaños o en lo que fuera que hicieras de pequeño para ser feliz. Llegan sin haberlos llamado, o los esperas con muchas ganas, los preparas durante semanas y son perfectos, mejor que el mejor de tus planes. Eso pasa, lo sabes. Recuérdalo. Por favor. No hace falta que te lo diga.

Es la vida y por eso te resistes a que deje de gustarte vivir. Por esos días, por su memoria y por la esperanza de encontrarte pronto en el próximo. O la simple esperanza del momento del recuerdo, profundo y vívido, indudable.


Ese día tan bueno fue cuando fuiste al parque con ella, ella invitó, cuando él te llevó sin decírtelo antes a un restaurante con una cena overpriced que sacó de vosotros los mejores comentarios en bastante tiempo, y luego os obligó a comer en bares cutres durante una semana y eso ayudó a vuestra intimidad. Ese buen día que recordarás resultó de cuando os juntasteis todos otra vez, cuánto tiempo, cada uno llevó lo suyo, se hicieron fotos que solo se vieron esa noche y al día siguiente, y años después vieron la luz de nuevo y volvieron a traer aquel día tan bueno. Como si hubiera sido ayer, como si fuera a ser mañana. Casi parecía hoy.

Lo que comiste, lo que hiciste y lo que te hicieron, eso que viste, un olor que resurge una vez cada tres o cuatro años y lo invoca todo, el rayo de sol en la imagen a contraluz. La sombra, el mismo contraluz. El beso, el abrazo, lo que habías planeado y no pasó y derivó en algo inesperado. La plenitud tras la frustración y la frustración que sabías que vendría, pero no en ese día. La conversación, los grandes temas, aquello que compartisteis, eso que nunca le habías contado a nadie y decidiste contarlo ese día, o pensaste que mejor no, que seguirías sin decirlo y que no pasaría nada porque era perfecto igual.

Claro que fue un buen día, un día así no se duda de que fue bueno, es evidente por su intensidad o por su sutileza. Los hay, los días perfectos. Lo sabes porque lo viviste con tu madre en el museo, ese domingo ocioso, al mismo tiempo que fuiste con tu padre en tu coche, conducías tú, fuiste a un pueblo en la sierra a comer una carne gordísima en una cazuela de cerámica. Ese día estabas con tu hermana jugando a la consola y te ganó, te humilló tu hermano en la partida de Magic y eso te llevó a pensar en algunos asuntos de tu vida y en cómo acababas de darle a un amigo un gran consejo, que no seguiría pero que os hizo sentir cerca. Lo bueno de ese día fue el proceso, el compartir, el sentir que para ellos también sería un día memorable.

Lo bueno de ese día terminaron siendo las conclusiones. O lo mejor fue lo que pasó, que no hubo necesidad de reflexionar sobre ello. Estaba todo tan claro que lo sigue estando.

Había brisa y un sol puro y azul, o un sol de lluvia, doloroso y bello, una gama de verdes salvajes y cantares de aves o asfalto y cemento rebosantes de humanidad, tierra, tierra infinita. Fue en el interior de una estancia con aire acondicionado, ventiladores, chimenea. Fue al principio fuera y luego dentro.

Los demás, la gente en la calle, alrededor, todos se daban cuenta de tu sonrisa. No era exagerada ni excesiva, simplemente era auténtica. Tus ojos decían: «hoy es un buen día». En cada gesto tenías la seguridad de estar pasándolo de muerte y la torpeza de quien no puede controlarse porque está demasiado ocupado siendo feliz. Tú solo, con ellos o solo, en la cama, eras consciente ya de lo perfecto que había sido. Veías venir que en adelante no habría muchos días así como no habían abundado antes, no los habría en absoluto en las siguientes tres semanas y sabías que no volvería a haber otro igual, pasara lo que pasara. Son la vida y lo demás es la espera, los tiempos muertos entre un buen día y otro.


Lo recordarás cuando seas viejo, si llegas a serlo. Como anciano todavía tendrás buenos días, aunque mucho más dispersos y muchas veces basados en la nostalgia, en ecos de olvidados días buenos. Un sonido, una comida, el tacto del sillón por debajo del apoyabrazos, la animada discusión a grandes voces con un antiguo compañero o la hermana de la madre de tus hijos o la hermana de tu esposo fallecido, un pelo del animal al que tanto quisiste y que murió hace años dejándote aún más solo, o más libre, qué día cuando lo sacaste de casa y pasó toda aquella historia, un pelo que había permanecido lejos de las limpiezas en el rincón de un armario, una foto un interruptor que no funciona una playa ahora vallada algo te traerá a la memoria aquel día tan agradable, ese día en el que el mundo pareció encajar contigo. No: tú encajaste en el mundo. Y otros te acompañaban y recuerdan ahora.

Quizá eres viejo y no recuerdas nada porque estás senil. Si tuvieras lucidez sabrías que el olvido es la peor tortura, pero estás idiotizado y no sabes de dónde te viene todo este dolor. El haber vivido esos días buenos, esos que todos tenemos dispersos a lo largo de nuestra vida, durante toda nuestra vida, hasta el final siempre y cuando se mantenga la memoria, el haberlos vivido y no recordarlos es la carencia de humanidad. La gran pérdida.

Todavía falta mucho para que eso llegue, si llega. Todavía te quedan un buen puñado de días buenos por vivir. Al menos un par al año aunque lo demás vaya mal. Días realmente buenos.


Dijo Rilke en el prólogo de Mitsou, historia de un gato, como si lo hubiera escrito para ti, para cuando puedas leer despacio:

«Encontrar. Perder. ¿Acaso han reflexionado detenidamente acerca de qué es la pérdida? No es la simple negación de ese instante generoso que vino a colmar una espera que ni siquiera ustedes mismos sospechaban. Porque entre ese instante y la pérdida hay siempre lo que se llama –reconozco que con bastante torpeza– la posesión. Ahora bien, la pérdida, por muy cruel que sea, no puede nada contra la posesión, termina con ella, si quieren; la afirma; en el fondo, no es sino una segunda adquisición, ahora interior y de una intensidad distinta».

Perder un buen día significa que se ha vivido. Un día así es muy difícil de olvidar. Lo malo, lo peor tiende a borrarse de la memoria, al menos en sus detalles. Lo bueno, lo mejor es casi imposible no evocarlo de tanto en tanto. Especialmente en sus detalles. En la grandeza de lo pequeño, del día perfecto que pasa y no se repetirá.

Cómo suicidarte

¿Cómo suicidarte? Hay distintos métodos a tu disposición.

Lo importante es el cómo, el porqué no tienes ni que planteártelo. Si llega ha llegado. Lo sabrás cuando llegue. ¿Ya? ¿Y ahora? ¿Ha llegado ya? Si te lo preguntas es que no, ni se te ocurra acabar con tu vida cuando todavía sobrevive la duda.

Primero imagina ese momento, lo que pensarás (quiero decir: pensarías) en ese momento. Lo que sentirías, cómo te verías a ti mismo ante el hecho de que no estás dudando y de que, sí, lo vas a hacer, estás a punto. Te vas a suicidar. Cómo mirarías el mundo, lo escucharías como un vampiro recién convertido. Cada vibración parecería nueva, completa, abierta para ti, cada crujido. Pero ese asombro ante la maravilla del universo sería tardío. Poco tendría que ver contigo a esas alturas la belleza del mundo, la que no se niega nunca.

Antes de esa última epifanía habrás (olvidado el condicional) considerado distintos métodos. O no, impulsivo de ti, elegirás simplemente el que tengas más a mano, todos serán más rápidos que tu muerte natural, así que no importará tanto la manera, nada importa al fin y al cabo y es por eso que decides marcharte, o porque todo importa más de lo que puedes soportar. O no elegirás cómo suicidarte porque todo sucederá en un momento en el que quieras morir y nada más, como sea, rápido, cuanto antes, un pie fuera y otro pie y saltaste y sucedió. Quiero decir que sucederá o que podría suceder.

Pero hay distintos métodos.

¿Cómo suicidarte? Puedes ahorcarte. Nunca pasa de moda y da hasta para juegos infantiles como el ahorcado. El ahorcado, que serías tú en este caso, se debe primero despejar la nuca y dejar lugar para la cuerda. ¿Es de esparto o de qué es? El futuro ahorcado, tú tal vez, se pregunta también si morirá con una erección y derramará semen y, de darse esto, si le parece buena idea que le encuentren así, húmedo y duro. Orgasmo y muerte, cómo no, pártete el cuello en la caída y de lo que siga nada se sabe. O ata el nudo de otra manera y ahógate, que sea un poquito más lento, pásalo bien.

¿Y las ahorcadas? ¿Derraman algo? ¿Se suicidan, las mujeres? Solo con pastillas, ¿no? ¿No es así? Alguna salta pero ninguna se ahorca, ¿no? [Solo las institutrices de las películas de terror se ahorcan, o son ahorcadas.] La soga es demasiado fálica y grosera. El nudo sí es femenino pero en vida.

Cuánto cliché en el suicidio.

Otro método es dispararte. Muy feo y tecnológico. No te lo recomiendo, ¡admite al menos que todavía eres humano, que tienes piel y no eres la sección terminal de una cadena de montaje! Solo lo llevarán a cabo aquellos del todo desesperados y alienados. Ah, la modernidad. La pistola o la escopeta son el último intermediario, son un método fácil, difícil, indoloro por su velocidad y doloroso, ¿y si fallas y tienes que andar con la mandíbula al aire hasta la próxima oportunidad?, y de cobardes que no se atreven a sentir su cuerpo al final, porque es tan rápido que solo se siente el dedo que aprieta el gatillo, solo sientes el arma y no te percibes a ti mismo. No todos los suicidas son cobardes. Algunos, quizá tú, se ven os veis te ves como los valientes definitivos eres un valiente, pero reventarse la estructura craneal (hueso, piel, algo de ojo, carne, toda la sopa y fabada del cerebro) es de cobardes a los que no importa dejar atrás un estropicio tan horroroso que podría inducir al suicidio a sus seres queridos, si lo vieran. Algunos, quizá tú, preferirían preferirías que los seres queridos lo vieran. O que hubiera seres queridos para verte, reventado.

No desperdicies la última oportunidad («para cada cosa hay una vez… que es la última, la última»). Hazte esta ofrenda antes del sacrificio: sé una vestal y un héroe y fíjate en tus percepciones finales. Date el gusto antes de dejar de existir para siempre. Para siempre.

Más. Salta por la ventana, o desde un puente. Es como salir a correr, es accesible a todo el mundo y solo hace falta querer hacerlo. Desplazar unos centímetros un pedazo de cristal, metal y plástico y lanzarse al vacío, de cabeza o dejarse caer. O buscar un puente, uno lo bastante alto y trepar a la barandilla, mirar arriba y abajo, y abajo, alzarse hacia el espacio, estirar los brazos, o no, y saltar. El suicida no grita al caer, ni de miedo ni de felicidad. Aunque sienta ambas.

Quizá hayas oído (leído) que el saltar es una mala idea. Primero porque el vértigo puede venderte frente al último paso al aire, cuando ya hay un pie flotando y el otro está a punto, preparado. ¡Dos pies flotando! ¿No quieres experimentarlo? Ponte en esos zapatos, en ese momento, la ingravidez, la promesa de ingravidez. Magia. ¡Hasta yo quiero sentirlo! Sin embargo, la intensidad del vacío no seduce a todos los suicidas y bastantes se rajan justo antes de abandonar la estructura que los sostiene. Segundo porque de seguro acabarás espachurrado pero quizá no lo suficiente. Si vivir con un cuerpo funcional era duro, ¿cómo soportarás convivir a todas horas con una carcasa descuajaringada? Pero (tercero) el fallo que más temo, quizá tú también, es el del corazón. Por la emoción y la tensión, por el puro miedo, el cuerpo se independiza de tu voluntad y decide por sí mismo que no, que no eres tú quien lo tiene que decidir. Que es cosa suya y antes de estamparte contra el asfalto el corazón se acelera y se para, y te mata. Un último fracaso, ni en tus últimos segundos tendrías derecho a ser feliz. ¿Lo sabría el forense? ¿Quieres una autopsia? ¿Importa que la quieras para que te la hagan o no?

Decir una secuencia de palabras. Hay una serie de tres frases, algo similar a frases que, si son pronunciadas en voz alta y con el estado de ánimo apropiado, procuran la muerte instantánea y hasta una elevación mística que, algunos dicen, continúa más allá de la muerte, en ese lugar en el que ya no es posible pensar en suicidarse porque ya estás muerto. ¿Querrías tú como suicida habitar el paraíso si supieras que allí serías feliz para siempre? Este método fue popularizado por la tradición hermética y con el paso de los siglos se olvidó. ¿Por qué? ¿Por qué se perdieron las palabras? Te serían tan útiles.

¿Es posible suicidarse por falta de sueño? Decidir que se acabó la cama, que ya no se duerme más y que cuando el cuerpo colapse ha colapsado. Tres o cuatro días después, las últimas horas aguantando despierto… ¿tendrán algo de lucidez? ¿Te arrepentirás del plan y te replantearás la vida o, al contrario, querrás adelantarlo para acabar con el sufrimiento y las alucinaciones? Imagina las pesadillas convertidas en realidad para tus sentidos, le puede pasar a cualquiera, es así como está construido el ser humano, no será un delirio causado por ti puto loco. Es la biología. Le puede pasar a cualquiera. Enloquecer hasta el suicidio en un breve periodo de tiempo como método de suicidio.

Cortarse las venas, pero hacerlo bien. El más romántico y humano, esteticismo y amor propio. El clásico agua templada en la bañera, velas, tu canción favorita (¿en repeat? ¿cuánto tardas en perder el conocimiento? ¿más de 3 o 4 minutos?). Podrías hasta grabarlo o retransmitirlo y te pondrían un titular clickbait. Resumen de tu vida: se suicidó y alimentó un clickbait durante un día. Lástima que cada vez menos casas tengan bañera. También podrías inyectarte aire en las venas. Yo solo digo.

Tus últimos días, tus últimas horas. En qué pensarás. Piensa en estas palabras: último, final, terminar, acabar, adiós, definitivo. Suicidio, suicidio, suicidio, suicidio («para cierta cosa hay una vez»). Los demás. Tú. Muerto. Sobre todo: tú, muriendo. Tú sin morir, ¡lo impensable!

Los tres últimos métodos van a ser los buenos, los del suicida inteligente y sensible. Rajarte la muñeca en una bañera tiene un pase, pero nada como envenenarte. Este es mi favorito y, aunque espero no suicidarme, no estaría mal poder elegir exactamente cuándo y cómo morir y que fuera con unas pastillas adormecedoras y que me hicieran sentir que vuelo, que me estoy yendo poco a poco. Hasta con una sonrisa. Qué final. Discreto y limpio. Quizás dejaríamos las sábanas sucias, pero bah.

Saber que no hay vuelta atrás después de ingerir las pastillas. Esos minutos…

Gas. Monóxido de carbono, has leído. Has leído: la favorita de los suicidas. No tan obvia como la de las medicinas, pero el abrir tus pulmones en un coche o en un horno para recibir aire tóxico asegura que no habrá un lavado de estómago posterior en caso de fracasar. Es un método casi infalible si se planifica bien. Aunque ten cuidado de no explotar. Y piensa en lo bueno, te dará tiempo a escuchar un disco entero o al menos una buena selección de tus hits preferidos. Sí, tenías preferencias; sí, no estabas por completo muerto por dentro. Pronto estarás muerto y por tu propia mano. Eso es lo bueno, que vas a estar muerto.

El frío. La muerte más dulce, la comunión con lo sublime. La congelación, la muerte más bella. En el bosque, en la tundra, desnudo sobre la superficie irregular de un iceberg. Despacio, despacio, hacia el infinito, mira hacia el cielo estrellado y acuérdate de los primigenios y los dioses exteriores, que no existen, acuérdate de tus miembros entumecidos y sueña con volar hacia allá arriba y no volver nunca. Es mentira, ¿sabes?

El frío.

Pero no te suicides. O sí, tú sabrás. Yo te recomiendo que no; no todavía. Espera al frío.