Escritura vívida: la carne de la palabra

Escritura vívida

Escritura vívida es la que captura la dimensión material de lo que la palabra pretende representar. Las palabras a veces toman cuerpo y se materializan en aquello que nombran:

Ando lifted the body’s right arm. No resistance, other than gravity. Proof that life had indeed left the body. This man had once prided himself on the strength of his arms, and now Ando could move them about as freely as he would a baby’s. Ryuji had been the strongest of any of them in school; nobody was a match for him at arm-wrestling. Anybody who challenged him found his arm slapped flat on the table before he could even flex his biceps. Now, that same arm was powerless. If Ando let go, it’d flop helplessly onto the table.

Lo dejo en inglés porque es como lo he leído y me ha impactado lo suficiente como para ponerme a escribir sobre esto. No me atrevo a traducirlo porque ya sería de tercera mano, el original es japonés. Y es que este párrafo pertenece a Spiral, la segunda parte de la serie The Ring (Ringu) de Koji Suzuki. Sí, la de Sadako. El libro es, por lo demás, una decente ciencia-ficción estrafalaria/thriller médico sin tensión y con toques de terror. Sea el conjunto como sea, lo que viene al caso es que Suzuki tiene un extraño talento, que a veces aparece en su escritura y brilla para el lector atento: la descripción de la materia. Él sabe que es bueno haciéndolo, y por eso la propia historia de la serie The Ring es sobre cómo los medios de comunicación o tecnológicos (vídeos, libros, software…) se hacen carne.

La cita de arriba describe una autopsia. No es raro que un escritor que haya investigado la ciencia de lo que cuenta empiece a alardear de ello sin mucho autocontrol, con el habitual resultado de un pegote de objetividad incrustado en mitad de una ficción. Al propio Suzuki le sucede en su curiosa obsesión con los genes, los virus y los códigos, copiapegados desde cualquier manual académico en términos de la ciencia-ficción más hard, con un énfasis que posee el encanto inocente del asombro infantil al leer una enciclopedia, asombro que sin duda conserva el autor. Sin embargo, por encima de positivismos más o menos entrañables, su sensibilidad deja entrever otra cosa que no es fácil plasmar con éxito en una página: la sensación de estar presente. No es ya veracidad, sino verdad. Cuando leo la manera en que el forense levanta el brazo del cadáver y lo deja caer, miro mi brazo y lo imagino como el cuerpo muerto que un día será, y sé que será como dice el texto. Si alguien tirara de mi codo vacío en mi camilla mortuoria, quizá también pensaría en el brazo de un bebé. Sentiría el mismo vértigo impávido que siente el personaje del libro al dejarlo caer, como si fuera el miembro de un recién nacido, indefenso, preparado para romperse por la pura inercia de la gravedad. No somos nada, etc.

La descripción de Suzuki es la que haría un escritor que ha estado en una sala de autopsias y ha visto, sentido, imaginado, tocado lo que allí hay, pasa y podría pasar. No es la mirada de un forense profesional, ya viciada, sino la de alguien que ha visitado el lugar con el único propósito de escribir sobre él.


Escritura vivida

Siempre me ha parecido una tontería pensar que solo se puede contar bien algo habiéndolo vivido. Es un esencialismo no burdo pero sí simplista, del mismo tipo que el defendido por quien cree que solo una lesbiana puede dirigir con tino una película sobre lesbianas, o una mujer escribir un personaje femenino que sea no solo literariamente interesante, sino además auténtico a nivel humano. Esta teoría es falsa, como muestran infinidad de ejemplos literarios de personajes o situaciones, incluso universos, que nunca han existido pero viven en el libro. O grandes personajes femeninos escritos por hombres (no sé si son realistas, pero las mujeres de Flaubert viven), y viceversa (¿cómo olvidar los maridos de los relatos de Katherine Mansfield?).

Sin embargo, conviene poner en valor la importancia de la experiencia directa cuando se describen experiencias poco cotidianas, como una sala de autopsias. Esto podría parecer un sucedáneo del esencialismo y no negaré que tiene sospechosos puntos en común con él, pero no es lo mismo porque el esencialismo es metafísica y la escritura de la experiencia directa es materialismo, más o menos subjetivizado.

Para el autor que trabaja de segunda mano, a través de la ficción o de fuentes más científicas, es difícil tocar la nota adecuada —o una de las infinitamente posibles— que describe situaciones o entornos desconocidos para la mayoría. Sin duda, la documentación puede ayudar a narrar con más realismo, pero no basta con ella para insuflar vida convincente a un texto que se pretende ajustado al mundo. Usando solo fuentes secundarias cuesta crear la chispa que provoca que el lector se teletransporte por completo a las palabras y, sobre todo, a lo que representan físicamente. Una enciclopedia o un manual no suele despertar más emoción que el asombro por lo inabarcable e infinitamente detallado del mundo, lo que no es poca cosa pero no es lo mismo que la experiencia estética.


Escritores vívidos y vividos

Dos tipos de escritores son capaces de tocar la tecla que produce la armonía entre el lector, el texto, el mundo físico que el texto pretende representar y la experiencia directa y subjetiva de ese mundo (perdón por la metáfora cursi): los que tienen talento para ello y la poderosa herramienta de una imaginación muy gráfica y, a la vez, minuciosa; y los que conocen de primera mano lo que están describiendo, y además tienen talento.

Los escritores del primer caso se caracterizan por su habilidad para generar en su cabeza potentes imágenes mentales de lo que quieren contar. Han desarrollado (no hablemos de innatismos para no caer en el esencialismo) la capacidad de situarse en el centro espacial de la escena, como si llevaran gafas de realidad virtual del año 2073 y pudieran sentir los olores y los sonidos. Una vez cargado el mundo en la mente, este tipo de escritores press start y comienza a pasearse por él y mirar de cerca cada esquina y dentro de todos los cajones, como si fueran sueños lúcidos en los que el protagonista, además, lleva un cuaderno del que hace buen uso porque sabe que se lo llevará de vuelta al despertar. En cierto modo, consiste en poder suspender la incredulidad y tomar como real lo que la propia imaginación ha creado. Yo mismo, por ejemplo, y sin declararme como un escritor de este tipo, he llegado a asustarme de lo que estaba escribiendo. En una noche tonta, hipercafeinada, he imaginado que el fantasma pasivo-agresivo que acababa de crear en un párrafo iba a visitarme delante de la cama, porque el reloj de mi móvil marcaba la misma hora que el reloj del protagonista del relato cuando recibe la visita diaria del espectro, y porque yo estaba en la misma situación espacial que el pobre infeliz.

El segundo tipo de escritor vívido no necesita esa imaginación, o capacidad de abstraerse del mundo real. Pero la sustituye con la experiencia personal de lo que cuenta. En su texto, hila tan fino y escoge expresiones tan apropiadas que parece que no crea, solo describe. Que se limita a transcribir la fenomenología de sus propias sensaciones en un ambiente exótico, como una sala de autopsias. No está de más señalar que suele visitarlo como un profano, por eso no hay que esperar que capte los pensamientos o sensaciones que tendría un personaje habituado a ello. Es normal que el autor se los atribuya a ese tipo de personaje por convención literaria, pero es frecuente que una descripción potente de una situación o entorno poco habitual proceda, directamente, de los ojos limpios del escritor que lo ha conocido como un observador ajeno. Y aun así, aunque chirríe un poco en términos de la coherencia del personaje, funciona porque comparte con el lector esa cualidad y deseo de primera mirada. Todo esto también es posible con las escenas cotidianas, pero captar y transmitir algo que la mayoría vive cada día es literatura general, no del tipo específico del que hablo aquí, que consiste en escribir la materia y la percepción de algo que es probable que el lector no conozca de primera mano. Poniéndome a mí mismo como ejemplo otra vez, sin querer atribuirme ningún talento en el resultado sino solo una experiencia creadora, yo siento que mi vida en China me ayuda a dotar a ciertos entornos de un extra de verdad fenomenológica. Cuando escribo sobre un karaoke chino, una peluquería china o un hotel chino, a menudo siento que alguien que no conoce estos sitios no podría sacarles tanto jugo en términos de realismo subjetivo como, en este caso, yo mismo, porque los vivo de vez en cuando con actitud de visitante y, además, siempre que puedo los acribillo a miradas y preguntas.

Por supuesto, ninguno de estos dos tipos de escritores garantizan una escritura vívida. Su sensibilidad, equivalente en términos fenomenológicos, solo garantiza que son capaces de acceder con intensidad a la materia bruta, de asimilarla a su propio cuerpo. Lo que falta para que eso se convierta en letra viva, en el sentido en el que estoy hablando aquí, es que se acompañe, por un lado, de capacidad de observación y actitud de extraer lo máximo posible a lo observado; por otro, de la potencia del escritor para convertirse en una imprenta humana y replicar esa observación. El escritor se planta en ese mundo o experiencia, se abre, se ofrece y se convierte en una página en blanco sobre la que ese mundo o experiencia se escriben.

En resumen, primero, cuando estos escritores imaginan o viven algo poco cotidiano, abren bien los ojos y tienen una actitud voluntaria, una disposición activa —que suele venir por inercia si uno está acostumbrado— para captar en detalle lo que hay o lo que pasa… y todas sus potencialidades. Después de escanear todo, logran encuadrar lo que les hace clic y sospechan que será lo mismo que hará clic en el lector. Es obvio que cada escritor está hecho de una pasta distinta y lo que impregna a unos o a otros no es lo mismo. Sin embargo, estos escritores —o los buenos, en general— son grandes captadores de la realidad como prisma. En una segunda fase, una vez se ha convertido la experiencia en unas frases o palabras andantes, estos escritores downloadean sus textos de carne sobre el texto literario real, literal. Si bien es probable que el texto de ficción aparente una perspectiva emic, lo que se escribe (transcribe) suele ser una observación participante, aunque de lo que participe sea de su propia observación.

Durante el proceso de escritura, estos escritores son capaces de evocar, incluso traer, el mundo que han vivido. Es decir, pueden transportar a palabra escrita esos detalles o sensaciones o pensamientos, a veces fugaces, que convierten la percepción de una escena en intensa, gráfica, potente o, en definitiva, viva. El fuego del hierro, de la carne, del músculo, del hueso, hecho letra.