Escribir no es vivir (conclusión del pacto de suicidio)

Fin de la escritura por decreto

Hace un mes que firmé un pacto de suicidio. Dije que escribiría y publicaría un texto al día durante un año, o me suicidaría. Luego lo rebajé a cuatro a la semana. Y ni aun así. Y tan pronto. No he cumplido. Un mes. La última semana sin un solo texto.

He fracasado. Pues bueno. En otro proyecto más; pero no en todos los que he emprendido, viene bien recordarlo en estos momentos. La tentación es arrancarme pelos y avergonzarme en público. Vale, el acto de contrición lo dejamos implícito.

Y tampoco es para tanto: si tengo que suicidarme, pues me suicido.

¿O no? He tenido que poner en juego mi vida para darme cuenta de que la misma está por encima de la escritura. Decía más o menos en serio lo del suicidio cuando lo dije, el primer día. También, tranquilizaos, estaba por completo convencido de que completaría el reto y no tendría que suicidarme. Pero ahora tocaría, ¿lo haré? Quizá la acumulación de razones y párrafos que sigue llegue a una respuesta al final de este texto.

El error con los proyectos, error del que al menos yo nunca aprendo, es publicitarlos antes de que estén terminados, o siquiera en marcha. Ya ha pasado dos veces en esta web, primero en su formato original de plataforma para relatos de terror, y segundo en este intento de escribir como vivir, ¡menos mal que esta vez no prolongo la agonía!

En cierto sentido, es adecuado que esto suceda en www.borjavargas.com, porque refleja lo que es el Borja Vargas que está detrás. Es uno, un hombre (extraña palabra aplicada a uno mismo), que se mueve a bandazos y pasiones de escueta duración y, por el camino, consigue completar algunas pocas cosas que mantienen a flote su imagen pública de persona creativa y, para él mismo, su realidad como persona creativa.

Que tenga lectores fieles, escasos y que no consigo aumentar, no oculta que la falta de respuesta y la rápida caída del interés y las visitas han jugado una parte en que no haya funcionado. Pero no eres tú, soy yo.

Escribir solo lo mejor

La racionalización inevitable tras cada fracaso dice que ha habido dos problemas en este proyecto.

El primero es que no me ha convencido lo que estoy escribiendo y publicando, y no tiene pinta de mejorar; más bien al contrario. He releído algunos textos que hice para la versión original de la web, como Escritura vívida: la carne de la palabra, El poder de lo abyecto o Cuando no escribo, y noto con claridad la diferencia, aunque no sé si los lectores se percatan también.

Aquellos textos tuvieron un proceso de elaboración, los pensé y revisé con bastante detenimiento, mientras intentaba mantener la espontaneidad que tanto valoro en mi escritura. Este exceso de exigencia fue lo que me desmotivó para escribir (en público). Pero, oh paradójico destino, la falta de exigencia había sido precisamente lo que en principio me había llevado a escribirlos, porque sentía como agotado el modelo de textos random, fugaces e intensos que desarrollaba en El Ansia.

En su momento, pese a la falta de regularidad, di lo mejor que tenía en aquel blog y era lo mejor que podía escribir en esos años. Pero ese Borja ya fue. Aquel tipo de textos ya ha dejado de ser lo mejor que puedo escribir. No sé si lo que pueda escribir ahora será mejor o peor que antes, pero su cumbre y su plenitud están en un lugar distinto. Uno en el que hay que pensar, dejar descansar y revisar los textos. Ajustarlos, depurarlos al máximo.

Así que durante este pacto de suicidio no he escrito lo mejor que he podido escribir. Eso es lo único de lo que me avergüenzo. Perdón por el kitsch pero, si me muero mañana, lo que ya haya escrito será lo único que vaya a escribir. Por eso no debo perder el tiempo con retos de productividad. Son buenos para coger hábito, pero hay cosas más importantes que el hábito. Y los plazos son eficaces solo dentro de un plazo eficaz.

Hay que intentar siempre lo mejor. Siempre intentarlo. Utilizan alguna treta para empezar, si fallan los ánimos. Pero, al final, solo siempre lo mejor, lo que no se puede no hacer.

Esta última semana, coincidiendo con una situación personal compleja y oscura, y breve, ha sido el fin. No ha salido ningún texto porque he tirado cuatro terminados a la basura, los cuatro mínimos semanales estipulados en el contrato; confiad en mí, no queréis leerlos. Os tendréis que conformar con este, que tampoco es ni medio bueno pero toca, y esperar.

Siempre salen más. Siempre escribo más.

Escribir como sentido de la vida

En todo caso, después de una etapa de sequía (pública), he conseguido crear y compartir un puñado de textos aceptables en un tiempo corto. Pero resulta que si he superado la procrastinación ha sido porque, paradójicamente, escribir ya no es lo primero para mí. No sé si conocíais esta regla vital, pero es así: la procrastinación se vence rebajando la importancia de lo que debes o quieres hacer, hasta que deja de ser una obligación fundamental y entonces no pesan tanto la responsabilidad o la pereza. Es en ese momento cuando a veces se hace.

Nunca en los últimos años, ni por una hora, había dudado de que mi vida era la escritura; si es que mi vida era o tenía que ser algo. ¡Eso pesa! Me había convencido de que escribir era mi vivir-en-el-mundo desde aproximadamente 2008, desde que leí en profundidad a Sartre. Sartre sigue teniendo influencia en mi vida, pero la vida tiene una influencia mayor. O quizá es que tiendo a Heidegger y el círculo se cerrará y volveré a Kierkegaard cuando se acerque el final.

Escribir ha resultado ser solo mi ser-en-el-mundo. Gracias a este frustrado pacto de suicidio ha surgido esta verdad, quizá como consecuencia. Escribir es una de las cosas que hago. Algo que hago y me apetece hacer, pero ya no algo que debo hacer. Ya no el criterio sobre el que juzgar el éxito o fracaso de mi vida. Este es el segundo motivo del fiasco de este proyecto, una derrota que no me duele demasiado. Y es que, aunque no es agradable descubrir un muerto, poco puedes hacer ya cuando te lo encuentras.

Y también está la fotografía. Ha entrado en mi vida la fotografía y se ha situado al mismo nivel que la escritura en mis prioridades creativas, por eso la escritura ya no puede acaparar todo el espacio. A esto se une que el éxito social que proporciona la imagen es mayor y más inmediato que la palabra, lo cual suena a frivolidad pero no hay que despreciarlo como motivación. Y, además, en China no entienden mis textos pero sí mis fotos.

Sobre eso escribiré en otro momento. El sentido de este texto es explicar(me) que ya no tengo que fiarlo todo, absolutamente todo a la escritura, por mucho que vaya a seguir escribiendo con creciente seriedad y consciencia. Y (aún) no dudo que seguiré escribiendo hasta que físicamente no pueda hacerlo.

¿Cuándo será eso?

¿Escritura o suicidio?

Supongo que tendré que cumplir y suicidarme. No sé.

Pero no ahora. No hay prisa. Tengo mucho que hacer y quiero hacer tanto. ¡Puedo hacer tanto! Y hay quien espera que lo haga. Quizá me suicide justo antes de morir de muerte natural, si me acuerdo, si se dan las condiciones y si soy capaz; por ese orden. Recordádmelo si estáis cerca, cuando llegue el momento.

Perdón. Yo qué sé. Perdón… Bah, no, ¿por qué? ¿Para qué?

La atmósfera de las canciones

La atmósfera es una capa que recubre el globo terráqueo, y otros globos. La usamos como metáfora para expresar las sensaciones transmitidas por ciertas películas o canciones.

Está por encima de la humanidad y nos escupe, mientras que la atmósfera de las obras es algo que nos absorbe. Ambas tienen en común que no nos permiten entrar, solo interactuar con ellas como voyeurs, desde fuera.

Cuando decimos que una canción tiene una buena atmósfera, quiere decir que hay un aire (no diré «aura») que rodea cada punto de la música. Pero no de manera independiente, no es una capa individual para cada átomo de sonido, sino que es un todo y esa es su principal característica. La unidad.

La atmósfera de las canciones se parece a la niebla, por su espesor. Es muy distinta a las mónadas porque no contiene información, es sentimiento bruto. Se podría decir que la canción crea las condiciones para la formación de esa atmósfera, al contrario que la atmósfera terrestre, que contiene las condiciones para generar ciertos fenómenos climáticos. Es decir, la música hace nacer su atmósfera mientras que la atmósfera hace nacer su música.

Es impenetrable, pero no es un velo a retirar. No oculta nada, ella misma es lo que hay que mirar (escuchar), pese a no ser el objeto principal, ni la causa. Dirigir la atención al efecto es algo propio de las épocas románticas y de las nihilistas. Por eso bailamos tanto en el siglo XXI. Por eso también estamos pegados a las pantallas. Por eso los creadores no creamos demasiado, utilizamos máquinas como intermediarios que nos conducen a la obra final, que es lo que queremos. El proceso es algo de otro tiempo.

La atmósfera de las canciones no se deja analizar; o no se debería analizar. Tiene varios miembros, hechos de paja y de algodón, son como anémonas que danzan con las corrientes de agua mínimas, a punto de volar pero siempre atadas a una superficie. Así es la atmósfera, que no es nada sin la canción a la que hace olvidar. Y que, para empezar, probablemente ni siquiera sea una canción, sino un conjuro para invocar a la atmósfera.

Una nota, dos notas, tres acordes. Un ritmo, solo uno, ahora tres, ahora el dos que no habíamos oído la primera vez. Apenas unas series breves que se repiten hasta el infinito y espesan el aire al que son lanzadas por los aparatos técnicos.

La atmósfera rodea nuestro planeta. La atmósfera de las canciones nos envuelve, es una cuerda que va atando nudos alrededor de la piel, con mayor o menor fuerza dependiendo del tipo de canción implicada. Va atrapando poco a poco y se va deshaciendo con idéntica lentitud, afloja la separación del cuerpo de la vida que había provocado. Es decir, primero secuestra la sangre y después la devuelve al lugar en el que la capturó, posándola con suavidad.

Penetra la música el cuerpo.

Las orejas son una de nuestras partes menos estéticas, por no hablar de lo que tienen dentro. E incluso así son capaces de hacernos llegar eso que se está produciendo fuera de nosotros y para nosotros.

No todos los tópicos están muertos: la atmósfera de las canciones, es ya el momento de decir el lugar común, nos hace flotar. Y otro, aún mejor: nos perdemos en ella, y con ella.

Mi casa ideal

Mi casa ideal tendría alguna que otra habitación.

En una de ellas estaría yo y en otras estarían mis cosas. Que son pocas y cada vez menos: entonces estarían mis espacios, no mis cosas.

En mi habitación en mi casa ideal habría una cama de matrimonio, pero solo para mí. Una mesita de noche al lado, con tres cajones y detrás un enchufe muy, muy cómodo de utilizar. Habría un armario y, dentro, mi ropa favorita. Tendría una ventana cuadrada por la que entrarían rayos de luz cada mañana, a través de las rendijas de la persiana, que nunca se estropearía y fluiría al subir y bajar. Sí, habría una persiana; en China he olvidado qué eran y lo bellos que son sus pasos de luz.

En mi casa ideal nunca, nunca habría polvo. Solo en el aire y solo en las franjas que atravesara el sol al despertarme. Después se esfumaría. ¿Cómo? Con algún método ideal que desconozco. Siempre habría corriente en verano y cálido oxígeno en invierno. Quizá la ausencia de suciedad estaría relacionada con este microclima.

Estaría en un bajo para poder entrar sin tener que esperar un ascensor ni subir escaleras. Pero tendría buenas vistas, las del ático más alto. Al este, el barrio con más rascacielos de la ciudad, una vista muy parecida a la de mi piso real actual, pero más cerca. Al oeste, barrios de casas pequeñas, calles como lazos que forman laberintos, ruido de conversaciones y miles de personas andando, o paradas, o mirándose entre sí y nunca se darían cuenta de que yo les estaría mirando, a no ser que yo quisiera. Al norte, la montaña. Las montañas. Unas verdes, otras marrones, otras nevadas. Unas de hierba y otras de árboles tropicales, las más. Unas cerca, tan cerca como justo en la falda de mi casa ideal, otras lejos, creando paisajes neblinosos que facilitarían una meditación taoísta que siempre tendría tiempo y ganas de practicar. En el sur estaría el mar. No hace falta decir nada más de eso.

Pero esto sería más mi vida que mi casa. Vuelvo a hablar de mi casa ideal.

Habría un cuarto de baño bastante grande, limpio como el de un hotel y humano como el de una soltera que recién se mudó. La bañera podría aguantarlo todo. Yo sentado, de pie, tumbado, solo, acompañado, con otra persona en paralelo o perpendicular, o ambos estirados rozando los extremos de la bañera con nuestros cuellos, apoyados sobre la porcelana más ergonómica y menos resbaladiza, uno acostado junto al otro o sobre el otro, y habría sitio para los litros de sangre que crearía si decidiera morir allí un día, que desbordarían en el momento de plenitud extática y, sobre todo, de sublimidad lírica, cumbres ambas que yo ya no estaría para apreciar. En el cuarto de baño también habría viento y agua fresca y no me importaría ducharme en ella y helarme, y estaría todo lo bueno en lo que uno piensa cuando se imagina su cuarto de baño ideal.

Mi casa ideal nunca necesitaría ser limpiada, pero dispondría de un Modo limpieza que activaría una suciedad falsa, como un juego, para eliminarla sin ensuciarse las manos y que permitiría expulsar toda la ansiedad pre o intercoital por el camino. La suciedad no serían hologramas ni lo que a estas alturas los haya sustituido ya, pues debería ser algo tangible, pero tampoco ensuciaría nada con su sucia condición de materia.

Quizá permitiría la entrada de alguna cucaracha o mosquito al año, emisarios con los que sentirme en contacto con sus reinos. Siempre que tuviera las herramientas apropiadas para asesinarlos proporcionándome la máxima satisfacción posible. Como una vieja escoba para el artrópodo y una raqueta electrificada para el volador.

¡Ah, la cocina! Ahí no habría bichos. Solo podría entrar yo, ningún acompañante o invitado recibiría salvoconducto. La cocina es fácil. Un sitio sorprendentemente limpio y que nunca se ensuciara, con armarios de un diseño y material tan prácticos que parecerían salidos del proyecto de crowdfunding de mobiliario más brillante. La cocina sería una oda al pragmatismo y a la higiene, por comodidad, no por terror a la enfermedad. Habría comida, pero de dónde saldría y cuál sería merecería otra tarde de reflexión, en nada dependiente del formato de la nevera o los fuegos, que los habría. Claro.

La comida olería por toda la casa al cocinarla, pero su fragancia desaparecería al empezar a comer. Se me había olvidado esa característica de la cocina, y estaría quizá relacionada tecnológicamente con otras partes de la casa.

La terraza, porque habría una terraza, sería como cualquiera puede imaginar que sería. Lo mismo que el jardín, que también habría, aunque iría poco porque preferiría perderme por las montañas y las calles. No sé qué habría cerca ni si estaría bien comunicada. Dejadme pensarlo en otro momento. Bien comunicada seguramente sí, para salir y llegar y para que lleguen. ¿Y por fuera, cómo sería? Ni idea, ¡qué desastre de fantasía!

Y las habitaciones. ¿Qué sé yo? ¿Una para libros? ¿Para qué, para que acumulen polvo? Dadme las bibliotecas de la Complutense a cinco minutos del portal y olvidad los viejos fetichismos. Sí habría una estancia para leer, con un sofá en T y una silla larga para tumbarse. Una mesita que no puedo imaginar cómo sería, pero con un diseño que me afectaría a nivel emocional de tan práctico y bonito, sobre la que cabría un Kindle, una cerveza, una taza de té o café, algún plato, nada más. Bueno, otro Kindle y otros espacios para un segundo lector. Sí, en esa habitación debería haber a menudo un segundo lector invitado, una mesa sobre la que apoyarnos para discutir y hablar y hasta besarnos, si la discusión es demasiado intensa. Otras habitaciones:

Me he quedado en blanco. No necesito otras.

Ah, bueno, sí, una grande y sin polvo y con posibilidades para hacer muchas sesiones de fotos diferentes. Esa sí estaría bien y pegaría mucho en mi casa ideal, y le daría uso. En una parte se divisaría una cama, porque con esto de las imágenes nunca se sabe. No tendría habitación para ver películas, que siempre habría considerado que sería el epicentro de mi casa ideal pero ya no me interesa, porque ya no veo ni puedo ver cine (la gente cambia. Las personas cambiamos). Y, claro, la de trabajo. No la había pensado todavía porque me imaginaba en la comodísima silla de la habitación de leer trabajando con el móvil o el portátil. Pero, sí, tendría lo que nuestros abuelos llamaban un “despacho”, con buenos escritorios y sillas de paraíso y un ordenador de sobremesa enorme.

En lo normal ni había caído: un salón, para vida estándar y recepción, con otro sofá en T, algunos sillones y sillas y, eso también, la mesa para comer, que se abra para los visitantes o residentes temporales. Podrían ser unos cuantos, los visitantes. Los residentes temporales, no; solo uno a la vez. Para poder llegar hasta el fondo de esa persona.

Una habitación, con cama doble, para las invitadas…

Mi casa ideal, tal vez, solo tendría una habitación. Y una persona, o dos a veces. No estaría mal.

Cerebro cocido por el calor

Es en ese momento cuando puedes considerar que tienes un cerebro cocido por el calor. Cuando el aceite sale por los orificios de tu cabeza: nariz, boca, oídos y también ojos, que son un agujero pese a estar protegidos por materia cerrada.

El calor ya ha entrado por las líneas que rodean los rectángulos de la ventana. Creías que impedían el contacto con el mundo exterior, pero no, claro que no. Esto pasa a su través. Nada puede detener al calor cuando se lo propone. Que es siempre, si es verdadero calor.

Mientras tu cerebro cocido se deshace sobre las manos que ahora tratan de mantener sujeta la cabeza al tronco, con el cuello convertido en un pie de barro por secar, mientras todo se derrite el aire penetra el aire. El espacio no puede considerarse como tal, al ser una masa densa de espesor puro, con la temperatura superando su condición de número hasta, éxito para ella, haber mutado en volumen. Pesa y la llevas encima. No leas la app del tiempo (tampoco puedes hacerlo con tu vista en proceso de extinción, los ojos casi licuados). No tengo que decírtelo yo, porque lo sabes, lo sientes. Aunque te lo dijera, tampoco podrías escucharlo con tus oídos tapados por la materia gris que los inunda.

La gente local se queja del calor, como hacías tú mismo hasta hace unos minutos. No puedes seguir lamentándote en voz alta, pues tus cuerdas vocales se han destensado. Parecen las fláccidas lombrices que emergerán tras la tormenta que se posará sobre ti cuando el prólogo escrito por el infierno de fuego termine. Parecen más bien esos mismos gusanos que alguien habrá pisado, sin querer hacerlo, una hora después de haber salido a la superficie. Miden hasta cincuenta centímetros, como recuerdas de la vez pasada, en la que sobreviviste. Recuerda: no podrás verlas nunca más, pues tu humor vítreo es, en estos momentos, una parodia del vinagre.

Será peor. Todavía no hay lluvia y el calor sigue creciendo. Con tus sentidos hundidos, te paseas por la casa con las manos de frente, para tocar lo que sea que tengas delante. ¿Qué te importa lo que sea? Tú ya has tomado otra ruta y este camino es para los vivos, para los fríos. Además, las yemas de tus dedos son como las del huevo, los nervios rotos. Quedan restos suficientes para que sepas que has tropezado con la nevera, que arde. Tus muñones se incendian con el contacto y se convierten en ceniza que, desesperado, recoges para guardar un recuerdo de ti mismo.

Tu cerebro cocido podría ser un buen aderezo a ese obsceno bol de fideos que no podrás desayunar mañana. Flotaría bien entre el trigo hecho serpiente.

El calor no desaparecerá con la noche, como sí te pasará a ti. Pero llega a su punto máximo al atardecer, cuando el sol, sardónico, decide ocultarse entre un par de nubes formadas para la ocasión. La visión del atardecer que luce como una explosión nuclear es un hermoso símbolo de lo que ha pasado estos días. Los rayos negros se disparan hacia arriba y hacia ti, el horizonte desaparece mientras desapareces. La simultaneidad de ambos hechos es azar. Él volverá mañana.

Tú no perteneces a este mundo. No eres nada. El mundo es del fuego de la tierra y del cielo, del aire que viene del aire, del agua que viene del agua. El mundo es del infierno.

Empieza a llover.