Escribo, sea como sea

Escribo, sea como sea. ¿Cuánto ha pasado desde que hice el pacto de suicidio? [¡¡21 días!!] Prometí con mi vida escribir un texto diario durante un año. Al decir aquello, ya entendí que eso sería mi sentencia de muerte, así que en ese mismo momento rebajé el compromiso final a cuatro textos semanales. No parece demasiado.

No creo que lo sea. Escribir y revisar (no a fondo, sino como control de calidad) un texto de mínimo 500 palabras, del tipo que publico aquí, me lleva entre 20 minutos y 3 horas. Veinte minutos en los que se acogen sin pudor al comodín del brainstorming o la escritura automática. Tres horas en los que me propongo sacar algo auténtico y profundo de mí o desvelar(me) una parte del mundo que me obsesiona. Todos deberían ser de ese tipo. Todo texto merece la última razón posible para ser parido.

No parece que lo sea. En este pacto de suicidio prima la cantidad, aunque no pienso publicar nada que no cumpla unos mínimos y de lo que me pueda avergonzar en poco tiempo. Creedlo o no, ya he desechado un par de textos listos para salir por no llegar, no llegaban. Con la lengua fuera, con lo justo, dejando un hueco…

…como sea, pero hay que llegar. Me entristece un poco ver que en algunos días lo afronto casi como un trabajo cuando, por ejemplo, en El Ansia me vomitaba encima el alma y el cuerpo en cada publicación. Aquí no miento, no escribo textos falsos, si lo hiciera me limitaría a cumplir administrativamente y con gracejo literario el mínimo marcado de 500 palabras y le daría a Publicar; no niego que miro de reojo el contador de palabras, pero a partir de las 275 significa que ya está todo hecho y solo miro de nuevo por curiosidad o TOC. No, no miento aquí: pero pocas veces siento que he conseguido llegar en esta web a aquellos niveles de intensidad, rabia, amor y pureza. Al límite he llegado aquí, pero no lo he traspasado como sí hacía en mi viejo blog.

Quizá sea porque aquel Borja no es el mismo de ahora, que ya tiene 34 años aunque ni los aparenta ni los siente ni le pesan más  de lo que ya pudieran pesar los 18.

Quizá sea por el planteamiento de obligación. En El Ansia escribía poco pero cuando me lo estaba escribiendo encima. No solo cuando no podía más, sino también cuando eso coincidía con un momento de voluntad lúcida e imparable (los menos, con diferencia). En esta web debe ¡debe! ser escribir bajo el sol, la lluvia o, más probablemente, encerrado en mi casa con el aire acondicionado o una manta. ¿Cansado? No importa, siéntate y pulsa. ¿Ocupado? Busca el aire, rompe el teléfono y pulsa, pulsa. ¿Sin una idea decente? Calla y siéntate, saca cualquiera del sombrero que llevas a reventar y pulsa pulsa pulsa.

Aunque sea en un día como hoy. Un día como hoy está encerrado entre algunos de los días más llenos de trabajo que he tenido en tiempo, y este mismo día lo es. Yo, que siempre me precio de tener millones de ideas, no sabía sobre qué escribir hoy. O no encontraba la idea apropiada para hoy (recordad: nada gratuito, nunca; seguid esto en vuestra vida, intentadlo o pensadlo en todo lo que hagáis). Pero sabía que tenía que escribir. Por eso, cuando por fin he empezado a pulsar sin mucho rumbo, esto es lo que ha salido y sigue saliendo. Es verdad, al menos. También es verdad que escribo desde esta mesa y que la foto la hice después de terminar de escribir, todavía con mi ordenador y mochila y batería del móvil allí, y la retoqué un poco más tarde aún y no es menos cierto que está borrosa y no tiene más interés que el documental:

Escribo, sea como sea 2

Puede que no sea un texto interesante. No cabrá en las antologías que, da igual, nadie editará de mí cuando muera (antes o después de un año, menos 21 días). Pero va a ser un texto completo, se está formando y tiene un sentido, así como una forma que abraza bien ese sentido. Sin objeto, esta divagación estaría ya a punto de engrosar los textos que ya están en la papelera; u, honestamente, en los borradores. Pero no está siendo inútil. El mundo, el mío al menos, cambia en algún matiz o brillo al escribirlo y leerlo.

Que solo sea necesario para mí no es poco. Porque lo que es necesario para uno casi inevitablemente puede serlo para alguien más, en cualquier grado ínfimo. Para alguien que caiga aquí por cualquier búsqueda absurda en Google, para algún amigo o familiar que siga el enlace en mi Facebook. Para alguien que escriba y lea el asunto del texto y decida no leerlo y ponerse a escribir él mismo. Para, yo qué sé, para quien sea y para lo que sea. Para algo. Es útil porque es real, y antes de ser útil está siendo real y por eso es necesario.

Aunque este párrafo que estoy escribiendo no aporte nada más y pudiera haberlo borrado en una revisión seria y exhaustiva, entre otras cosas porque no incluye el sutil leit motiv del «sea» en su primera oración. Este párrafo solo dice que no estoy en casa, que estoy en una mesa de madera junto a una falsa cabaña de madera junto a un lago falso, en el centro exacto del campus en el que trabajo y en el que esta semana debo vivir varios días, estoy en un banco cómodo durante al menos 50 minutos, la(s) rata(s) que corretean y cenan en la vegetación a mi derecha no son falsas, no lo son en absoluto. Y me alegro porque son bonitas y están vivas y me hacen sentir. Es real la alondra que se posó en la bancada vacía de enfrente, y voló y al poco empecé a oír su canto y el de otras alondras, y son auténticas las cigarras que apenas callan en esta jornada de alerta por altas temperaturas (que son reales pero no tanto como pueden serlo, por eso creo que es más real que los trabajadores de lo meteorológico estaban aburridos o sin aire acondicionado). Son muy de verdad los mosquitos que empiezan a aparecer y morderme; quizá alguno me esté pasando el dengue, aunque no me pica demasiado donde han atacado así que no parece una realidad. Y es real la chica que acaba de encender las luces azules que rodean la cabaña, y es verdad que sobre mí, a 40 centímetros, tengo otra tira de luces que cuelga entre dos árboles y no la ha encendido, y es verdad que no voy a acercarme a preguntar por qué ni si tiene que ver con que esté yo aquí, escribiendo. Quizá las encienda antes de que termine este texto; sin duda lo hará antes de que sea publicado.

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Es interesante que este texto sea mi favorito de los últimos publicados estos días. Porque arrancó desesperanzado y terminó real. Por el camino se hizo verdad.

Sea como sea, persisto. No saquéis las sogas todavía. Yo he mandado este texto y he guardado la mía, que ya asomaba.

Tormentas en China

Se hace de noche en pocos minutos. Se levanta un viento fuerte. La luz se tuerce todavía más. Todos arrancamos a correr. Así empiezan las tormentas en China. En Guangzhou.

El día está feo, pero habitable. Se puede (es decir, es una posibilidad a valorar) andar, contestar al Wechat sobre la acera, incluso recibir algunas gotas de lluvia sobre el cuerpo con gusto. El ambiente es pesado, el calor te rodea y te embosca. Deja de ser buena idea estar en la calle, si no es por necesidad. Parece haber más agua posándose en vapor sobre el cuerpo que la que se está acumulando arriba.

El cielo se vuelve del todo negro y el poco sol que pudiera haber desaparece. Ya no quedan nubes, si las hubiera habido; solo una masa opaca y oscura que, en realidad, sí son nubes. En casa hay que encender las luces. En las oficinas, cerrar las ventanas y apretar el aire acondicionado.

Aún no se derrama, pero es posible que ya suenen algunos truenos. No se parecen a los de ninguna parte de España, están más cerca de lo que uno imagina que oirá cuando el cielo rebose en el Juicio Final, o se abran los portales del Gehena para diseminar su fuego, o cierta raza extraterrestre invada nuestro planeta, a tal velocidad entrando sus naves en la atmósfera que retumbe la Tierra entera. Los truenos hacen temblar el aire de una manera perceptible en los brazos y en las piernas, el vello se endurece. Una vez paseé bajo un trueno que duró más de diez minutos, pensando que era la nave nodriza de esos alienígenas; nadie me supo explicar el origen del fenómeno, pero solo me queda valorar que se encadenaron muchísimos truenos largos y del mismo tono. Hay gente que teme los truenos, aunque son inofensivos. Físicamente, y en sí mismos.

Aún no hay lluvia, pero puede haber rayos iluminando el telón de oscuridad sobre cabezas y rascacielos. El horizonte truncado por las masas de hormigón y cromo se vuelve más real que cualquier otro horizonte, como el mar o el desierto. Los edificios trazan una silueta en el espacio que es cierta y segura, parecida a la que marca un arco iris, aunque esta es auténtica. Si avanzas hasta el perfil de un edificio, el que corta el negro cielo, podrás tocar los muros y mirar hacia arriba y ver la oscuridad partida por las mismas paredes que veías desde cien metros atrás, pero desde una perspectiva diferente, y última. Los rayos: hacen brillar el mundo con una luz que me hace creer en la verdad. Los post-estructuralistas tendrían que habitar cabañas o lofts en regiones de tormentas eléctricas. Callarían un tiempo y después dirían cosas diferentes. Alguno podría morir, como muere a veces la gente alcanzada por rayos. Pero esos muertos trazados por la electricidad son muy pocos y no merece la pena temer la posibilidad, no se debe temer a los rayos. Cuando caen ya estás bien refugiado, de todas formas.

Todo lo anterior se ha comprimido en unos cinco, diez o veinte minutos, no más. La amenaza real de tormenta no engaña. Habrá tromba; o tifón, si sabes apreciar la diferencia. Y viene ya. Ya. Ya mismo.

Ya mismo, por eso hay que correr. Al principio solo una o dos jóvenes, un oficinista, tres niños con un adulto o anciano corren. Cuando los truenos aumentan en estruendo y frecuencia, todos corremos. El viento es potente en estos momentos y puedes utilizarlo a tu favor, si corres en su dirección. Si miras hacia una carretera de varios carriles, verás a varias personas cruzando a toda velocidad, tapándose el cerebro preventivamente y girando la cabeza en todas direcciones, como si hubiera francotiradores. Los soportales y los centros comerciales están llenos.

Se abre el cielo, cae el mar y ya nadie necesita correr.

El mundo se derrama sobre la ciudad en forma de agua. Es hermoso, por su intensidad. Por los volúmenes, auditivos y de densidad y espacio ocupado. El campo de visión se reduce a pocos metros. Ríos verticales bajan hasta nosotros y se convierten durante minutos, horas o semanas en ríos horizontales, estáticos o no, al chocar con el suelo. Estallan contra muchas superficies diferentes; pasa en las ciudades, hay tantos lugares y materiales y geometrías.

Es la temporada de lluvias, ahora es. El dominio de las tormentas en Guangzhou.

El crujir de la tromba permanece en el oído unos minutos. Aunque ha terminado; o parado. Tregua o cese de las hostilidades. El aire es fresco y se puede respirar por primera vez en días, desde que empezó la escalada de calor. Nos asomamos al exterior con normalidad y algo de alegría. Luz dura sobre piernas y los rostros. Barro depositado en el asfalto. Restos de agua que son a su vez agua. Brillos, y vida.

Una cafetería coreana

Chois Coffee es una cafetería coreana, una franquicia popular en China. Los sitios importados de Corea se caracterizan porque sus dulces son aún más dulces, y porque en cada esquina acechan estrellas del K-pop o de los culebrones coreanos. Por ejemplo, en la maquinita que te dan para que pite cuando esté listo tu pedido, que tiene una pantalla con trailers y anuncios; no sé distinguir ambos. O en las dos o tres televisiones desperdigadas por el local con vídeos en loops de 5 minutos, o junto al baño en una forma un tanto mística y que no puedo describir. También hay un coreano guapo, elegante según sus cánones (cada vez más los míos), en una figura de cartón de tamaño natural con la que las adolescentes chinas se hacen selfies.

En la cafetería además hay coreanos guapos de verdad. Estos sitios son frecuentados por ellos y por mamás japonesas.

Los coreanos guapos suelen ser de dos tipos: chicas solas, chicas en grupo o parejas de novios. Todos llevan MacBooks, muchos acompañados por libros de texto de inglés o chino. Las chicas solas llevan camisetas blancas o grises muy largas que les tapan los pantalones, y se suelen acomodar en los asientos poniendo una pierna doblada sobre otra, o una flexionada con el pie apoyado en la silla mientras la otra toca el suelo con la punta. Son poses muy molonas y que les salen de forma natural. Los coreanos, más que los autárquicos japoneses, son el Reich de lo cool en Asia Oriental y es por buenas razones.

Cuando van en grupo, nunca más de tres, las coreanas jóvenes hacen lo mismo que cuando están solas. La diferencia es que usan más el móvil que el MacBook, quizá porque al estar en una situación potencialmente social tienen ganas de mantener conversaciones. Casi nunca entre ellas. Al menos no con la boca. La realidad de los grupos de amigas o compañeras coreanas suele ser la permutación y la variación de conjuntos. Empieza una sola, luego llega otra, u otras dos, nadie sabe si habían quedado o no pero se sientan adyacentes en la mesa larga de ocho plazas, la ocupan entera, a veces en las esquinas hay dos hombres coreanos o chinos de mediana edad con su móvil y palabras intermitentes, que las miran con tanto disimulo que solo yo me doy cuenta. Ellas puede que también, no dirán nada. Luego una o dos se van, o las tres, y al final vuelve una de ellas y pasa a formar parte de la categoría de coreanas solas. En ese caso, sucede que se reencuentra con alguna vieja amiga o amigo que está de paso, hacia dentro o hacia fuera. Pero se sientan en puntos diferentes de la cafetería coreana.

Las parejas no siempre vienen juntas. Es frecuente que el ciclo empiece, una vez más, con una chica coreana sola y, tiempo después, aparezca su novio con pantalones cortos deportivos o elegantes, o rizando el rizo de vestir chándal con clase. Él sufre por no haber podido invitarla al café que ya se terminó, así que pide con su bebida una ensalada o una tarta o unos gofres. La chica no los come porque engordan, pero agradece en silencio el gesto. Tienen unos diecisiete años y aparentan veinticinco, por sus ropas y posturas; o tienen unos veinticuatro y aparentan dieciocho. Aunque no se miran demasiado, las parejas hablan más entre sí que las amigas. Hasta que se cansan y se hunden en sus móviles o sus MacBooks, o sus libros inundados de rosa y amarillo chillón. Apenas se tocan, si bien hay algunas manos furtivas que agarran brazos o rozan muslos, tan discretas como los hombres de mediana edad que observan (no solo miran) las piernas.

En cuanto a las japonesas, suelen acudir en bandadas de tres o cuatro, con un ratio mínimo de 0,5 niños por mujer. Sus maridos están trabajando, ganando mucho dinero, y ellas recogen al crío (casi siempre es chico) del autobús de la guardería internacional y se unen aquí, o en otra cafetería coreana más grande, más cerca de su casa. Comen y beben, y lo más sorprendente es que hablan mucho. Apenas atienden a sus móviles. Les gusta hablar. Se nota. Quizá los niños las mantienen más pegadas al mundo físico.

Una última categoría es la de los extranjeros. La mayoría son mujeres, de entre veinte y treinta y cinco años, con aspecto y acciones de estudiantes de chino. A veces solo leen o hacen cosas con su MacBook. Yo me encuentro en esta categoría, aunque tengo un Lenovo, si bien sospecho que muchos creen que es de Apple porque copia los colores, pero es más barato. Somos pocos sin Apple. Outsider forever. Los chicos solos no son parroquianos de este tipo de cafeterías; si acaso, de los Starbucks, donde no hay muchas coreanas y ninguna japonesa. En el Chois Coffee de mi barrio sí hay no obstante hombres extranjeros, indios o pakistaníes o turcos que viven por aquí. En grupos de dos o tres. No hablan entre sí y tienen muchos papeles, se comportan igual que sus homólogos chinos (también observando las piernas de las jovencitas). Se avistan a menudo viajeros, parejas de cincuenta hacia arriba, o duetos o ternas de hombres bien vestidos, con maletas y sudores. Conversan relajados y se van en cuanto terminan su café, a ganar dinero para el próximo. Con sus salarios tardan aproximadamente diez minutos en recuperar la inversión y ahorrar la siguiente. Los cafés en China son caros, y mediocres.

Suenan éxitos coreanos, ligeros y a bajo volumen. Se escucha el tráfico al otro lado de la puerta. Ahora son las ocho de la tarde y la música se ha apagado. Chaplin se mueve en una pared, una pantalla que no había visto nunca pese a que vengo una o dos veces por semana. En el local ya solo los seis trabajadores, un grupo mixto de tres coreanos, una extranjera con un libro y yo. Pero como si estuviera solo.

¿Con qué sueñan los adultos?

Los adultos sueñan. Tienen sueños, cuando duermen. Siguen soñando aunque son mayores, no pueden renegar por completo de una parte de fantasía en su vida. Dentro de ellos está el sinsentido de las imágenes oníricas y se ven obligados a experimentarlo cada noche.

Por ejemplo, los adultos sueñan con cucarachas, en ejércitos, lado a lado con ratas, pasando por encima de la cabeza del soñador, tocándola a través de un cristal de plástico, hay un ruido que debe de ser una neurona electrificada pero que el cerebro interpreta como ruido de patas de insectos, también hay metal que brilla y está frío y duro, como los élitros, y hay mucho barro y llueve y ahora no llueve y ahora es un desierto pero está todo encharcado y los bichos ya no pueden andar más y el corazón del soñador se acelera y se DESPIERTA.

Por ejemplo, los adultos sueñan que corren y no paran de correr pero no llegan. Los niños creo que sueñan poco esto. Los adolescentes bastante.

Por ejemplo, en los sueños de los adultos hay gente con ropa extravagante, que después se la quita para dar placer al soñador. Aunque soñó con esa persona por la ropa que llevaba, que se la quite no es anticlimático.

Los adultos sueñan con personas, no con gente. En la vigilia son personas que tienen nombre y apellidos, en los sueños también pero sus enunciaciones cambian en cada fase, o capítulo. Conservan rasgos de las personas reales a las que evocan, aunque a veces la única característica reconocible es ese nombre, aunque se altere y baile. Este puede resonar de fondo durante el sueño, sin hacerse explícito, como un mensaje en el aire, en las paredes, en las articulaciones, en las carreras, en los líquidos de los sueños, un mensaje en las voces que hablan dentro del sueño. Mensajes que solo entiende el soñador y dicen: este es mi nombre (no dicen eso, sino que dicen simplemente el nombre pero, como cada nombre es diferente, no puedo ponerlo en un ejemplo genérico como este).

Los adultos cuentan sus sueños, pero mucho menos que los niños. No disfrutan demasiado haciéndolo y son más proclives a contar, si acaso, las pesadillas. Tienen muchos otros temas de los que hablar. Los niños no, por eso dedican tanto tiempo a contar lo que han soñado. Y si no se acuerdan, se lo inventan, sin dejar de presentarlo como un sueño real (nada de todo esto es paradójico).

En todas las escuelas hay un niño muy pesado que pasa horas hablando de sus sueños, no se da cuenta de que los demás saben que está mintiendo. Pero no le interrumpen, le dejan hablar por respeto a la referencia a ese mundo que entienden aún menos que el que habitan despiertos, pero con el que sienten cierta afinidad. Dejan hablar al soñador porque, al fin y al cabo, nunca pueden estar del todo seguros de que no soñó eso. Alguna parte seguro que sí se mostró en su interior anoche.

En todas las oficinas de cierto tamaño hay un adulto que cuenta sueños ajenos. Habla de cómo hacerse rico, de cómo ser feliz, de cómo superar una pérdida o una ruptura, de la verdad y las diosas, del amor, el sexo y la química. Habla de héroes y heroínas. El adulto sabe que no son sus sueños, pero los presenta como suyos. Sabe que alguien ha soñado eso de verdad, aunque no sabe que eso no es verdad.

Los adultos no intentan interpretar sus sueños. Si sois adultos, no lo intentéis. Los sueños contienen imágenes y situaciones de las horas previas, también alguna preocupación o alegría. También algo de hace años, o de toda la vida, que recuerdas despierto, te des cuenta o no. Puede que sea algo que estés recordando durante toda tu vida y vuelva una y otra vez, despierto o dormido, o despierto y dormido. También los sueños de los adultos se nutren de esto para generar su contenido.

Puede que te duermas un poco justo antes de morir y tengas un sueño. Pero ya no lo recordarás al despertar porque no vas a despertar cuando estés muerto. Tampoco se recuerdan la mayoría de sueños cuando estamos vivos.

No hablo con extraños

Acabo de darme cuenta de que hay personas que hablan con extraños y, sobre todo, de que yo no hablo con extraños. Nunca. Pero hay gente, no solo ancianos, que lo hace. Es fascinante.

Anoche el cielo estaba limpio y salí a hacer fotos cerca de la torre, sobre un suelo lleno de tiras de luces de colores. Había mucha felicidad por allí, de turistas, de familias que habían salido con los bebés a disfrutar de un poco de aire. Una apoteosis del selfie y de la distribución aleatoria sobre un bello plano artificial de cientos de personas sin nada que ver entre sí; aparte del deseo de disfrutar de ese momento y lugar, que no es poco en común. El ambiente era como de fiesta patronal, y se repite cada noche en ese amplio espacio. Un éxito de las autoridades locales como pocas veces he visto, en Guangzhou o en cualquier otra ciudad.

Un extraño me habló. Pero yo no hablo con extraños. Estaba solo (él; yo) y me pidió que le hiciera una foto bajo los rascacielos, que pulsara un botón táctil sobre el encuadre que había compuesto con mimo. Lo hice. Le gustó. Le gusté y siguió hablándome. Yo soy una persona horrible y adelanté que debía marcharme; no era cierto. Pero tuve que ¡tuve que! quedarme algo más porque me pidió consejo sobre sitios que ver en esa estupenda noche cantonesa, con una sonrisa agradable. Se lo di con gran amabilidad y actitud servicial, exploramos juntos su guía turística, pero mi sonrisa era incómoda y, en mi cabeza, mis pies estaban ya a diez metros. Me contó que era un marino de Tailandia y había estado en Avilés.

No pude romper mi reacción natural y me despedí pronto. Apenas dos segundos antes de decir adiós ya me estaba arrepintiendo de no haberle pedido, al menos, que posara para mí y le hiciera un bonito retrato que le enviaría. No lo hice. Me arrepiento y yo casi nunca me arrepiento de nada.

Me había mirado a los ojos, sin dejar de sonreír. Solo ha sido en los últimos meses que yo también he aprendido a (conseguido) mirar a los ojos, a veces, y es una de las cosas más maravillosas que pueden pasar cuando eres correspondido. Que es la mayoría de ocasiones. La mirada enredada entre dos desconocidos hace olvidar internet y el móvil, te enfrenta con (te regala) una ventana de oportunidad a lo que el ser humano es, sin virtualidades. Si la ventana se abre, las personas también. El marino me permitió echar una ojeada. Me dio apenas cuatro datos sobre su vida, que es él mismo, y me hizo pensar en modos de existir distintos, y en lo que pueda hacer ese hombre en situaciones cotidianas o inesperadas, en si tiene a menudo ese estado de distensión en el que se me presentó. Fueron apenas tres minutos compartidos, pero eso es suficiente para conectar dimensiones y marcos de experiencia muy diferentes, que circulan siempre en paralelo. Pero, no: no se conectan dimensiones ni marcos de experiencia, sino las personas (los humanos) formados por ellas. Es muy bonito.

La semana pasada también se me acercó un hombre bajito que llevaba un carro de un sitio a otro. Al descubrir que yo hablaba chino, no me soltó y caminamos juntos unos cincuenta metros, yo respondiendo sus preguntas directas, curiosas pero tranquilas y naturales. Una extraña pareja; fue muy bonito. Me despedí y corrí hacia delante a pesar de que el momento me estaba haciendo feliz y no tenía prisa ni rumbo, como cada vez que paseo.

¿Por qué no lo hacemos más? Lo de hablar con extraños. Responder a esto me metería en la camisa de la autoayuda. No lo haré (permitidme un aforismo de sopicaldo, al menos: los extraños son la mayor y más accesible riqueza [ya puedes cerrar la pestaña de tu navegador y no volver]). Y, además, todos sabemos bien por qué no hablamos con extraños. Cada uno por lo suyo, y los extraños, que también son unos «cada uno», por lo otro.

Un extraño es un objeto, un hombre es un rostro. Pero, en realidad, un extraño no es un extraño, es un hombre con un rostro. [Lévinas fue uno de los hombres que más supo y comprendió sobre todo esto y, por eso, y pese a ser un metafísico, es uno de los muy, muy pocos pensadores o escritores necesarios. Tan necesarios como el contacto directo con el otro.]

¿Miedo, comodidad, indiferencia, necesidad, eficiencia? Ignorar a los extraños, es decir, a la vasta mayoría de los seres humanos, es una mezcla de todo. Y las pocas veces que no los ignoramos suele ser por utilidad: la médica, el panadero, el taxista, la carnicera. Hay cierto horror en ello, del que nunca he sabido si Kant era consciente.

Hace poco conocí a un chico por una red social, con el que intercambio cada día unas frases por WeChat. Su objetivo vital actual es de los más claros que he conocido, su decisión: hablar con extraños. Nosotros conversamos por escrito y a ráfagas y eso no cuenta del todo, pero es un paso. Él siente en lo más profundo la carencia de su dificultad para hablar con desconocidos, y lo advierte y le duele como un tullido de nacimiento añora su miembro que nunca fue. No se comunica conmigo porque sea extranjero, como hacen muchos chinos, sino porque no soy él, porque no soy nadie que haya conocido antes. Soy un extraño (sigo siendo, hasta que nos encontremos, veamos y miremos). Y no me hace sentir como un campo de pruebas o un crash test dummy contra su timidez, que en todo caso no es lo que está en juego. No. Me hace sentir afortunado porque comparte conmigo su valoración del otro como un fin en sí mismo, y me transmite con su humilde esfuerzo su casi desesperado amor por los demás, al que solo le faltan los demás. Su inglés es sencillo y eficaz, y sus construcciones sintácticas repetitivas y directas. Aunque de contenido obvio y prosaico, sus «¿has comido?» o «esta mañana hace calor, qué te parece» o «ayer estuve en Lan Kwai Fong y no conseguí hablar con ningún desconocido, aunque los miré» gritan humanidad y me llaman. Pero él y yo todavía somos extraños, hasta que no haya ojos, hasta que no se haya anulado la pantalla.

Esta mañana pensaba en todo esto en una cafetería, mientras desayunaba y trataba de leer (ya apenas leemos, solo lo intentamos). Me he fijado en una chica en la zona de paso, al otro lado de la valla que delimitaba el local dentro de un centro comercial. Me he fijado porque no se iba, estaba en pleno punto en el limbo, si es que se está en un sitio que no es un sitio, peleando con su móvil a través de sus dedos. No aparecía como enfadada, solo como inaccesible. Como una extraña, aislada. era una extraña. Después de unos 20 minutos han llegado dos hombres a los que había estado esperando y, al encontrarse sus ojos, la cara de la chica ha cambiado. Ha empezado a sonreír, con naturalidad y hasta cierto goce, se ha mostrado servicial ya que parecía un encuentro laboral, pero en todo caso un encuentro entre iguales, agradecido después del vacío causado por la espera, la soledad alargada sin aviso. No me ha visto, pero yo, a dos metros, he comprobado en unos rasgos concretos cómo una extraña se transforma en la persona completa que es tan pronto como se le da la oportunidad. Y todos tenemos esa oportunidad y podemos darla y recibirla, a cada paso. Me he lamentado de no ser más que un observador de la escena. Pero no he hecho nada. Porque no hablo con extraños.

No hablo con extraños. Propósito de Año Nuevo (fake): hablar con extraños. Desterrar la idea de que existen extraños y mirar a todos, a todos como iguales. Intentar hablar con al menos un extraño a la semana. Agotador, pero si uno quiere vivir en plenitud tiene que hacer lo que siente que debe hacer, siempre y cuando sea lo mismo que el otro quiere. Aprendamos que suele ser así y actuemos en consecuencia.