Pantalones rajados

En los maratones de todo el mundo se guarda medio minuto, el tiempo apremia, de silencio en memoria de las decenas de víctimas (tres muertos y muchos cuerpos destruidos que sobrevivirán) de la maratón de Boston. En las fábricas de ropa de todo el mundo se guarda silencio sobre los cientos de víctimas (unos 340 muertos por ahora, algún que otro cuerpo destrozado que intentará en vano sobrevivir después de que los médicos le confirmen que ha sobrevivido) de otra fábrica de Bangladesh. Y eso que esta vez tenemos motivos para callarnos en su honor y no simplemente callarnos, no son unos pobres de foto más sino que tenemos conexión emocional con ellos. Bueno, con su manufactura. Esta foto de tintes rojos es metafórica, de la sangre y eso. Y de que no se puede ver bien porque sus creadores (Demotix) han decidido que es más importante ser reconocidos que ofrecer un testimonio limpio. Sin su mediación no veríamos la foto, nos parecen decir orgullosos. Sin su mediación no habría pobres que ver. Gracias, Demotix (de parte de un bangladeshí que no sabe quiénes sois).

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Yo tengo unos pantalones negros de El Corte Inglés, que pone que se hicieron en Bangladesh. Esta mañana me he dado cuenta de que tienen una línea blanca, que yo pensaba que era una mancha pero que sigue ahí después de lavarlos. Es una raja, como la carrera de unas medias. Una raja no tan profunda como las que habían visto en la fábrica de Bangladesh el día antes de que se hundiera. Los hombres, iba a decir, también podemos tener carreras en las prendas de las piernas. Los ricos europeos también podemos estar tocando algo que han tocado las manos de un niño pobre de un país que no es tan pobre, porque al menos el país tiene cifras que dan testimonio de su pobreza. El niño o su padre/compañero de trabajo son tan pobres que no tienen ni para testimonios, como mucho pueden aspirar a mostrarse detrás del logo de Demotix en una foto artística, o en estetizado fotoperiodismo de dominical con pie de foto que incluye el símbolo del copyright. Los pantalones rajados que hicieron no son un memorial dedicado a ellos. Si lo fueran, si de verdad en la tienda (cuando importa) nos acordáramos de dónde se hacen y en qué condiciones, nunca los compraríamos. Los pantalones rajados sólo nos recuerdan la vergüenza de nuestros compatriotas españoles que explotan a esos pobres. La situación es perversa, pues nos acordamos más de los opresores que de los oprimidos. Porque tenemos muchos más lazos con los opresores que con los oprimidos. Porque entre los nuestros hay quienes sueltan El Argumento: que, si no fuera por nosotros, esos niños o esas mujeres o esa gente pobre en general se tendría que dar a la prostitución, o morir de hambre, o darse a la prostitución y morir de hambre en exclusiva, que muchos lo siguen haciendo a tiempo parcial incluso siendo nuestros empleados. Entre los nuestros hay quienes creen de verdad que hay que decir que les estamos haciendo un favor. Son los que no dicen, porque no piensan por ahí, que se les podría dar algunos derechos laborales y subir un poco el sueldo, a cambio de aceptar bajarse ligeramente los beneficios que, en todo caso, seguirían siendo inditexamente estratosféricos. Esa parte se la saltan, porque no la contemplan. Les estamos haciendo un favor, que no se pasen. ¿Que lo que les pagamos no les llega para vivir? ¿O para dar de comer a sus hijos o hermanitos? En algo se gastarán el dinero. Ah, miseria autoinducida. (La de los nuestros.)

Los pobres de esos países nos parecen intercambiables. Como los chinos, son todos iguales. No lo son. Uno es listo, otro es tonto, uno es simpático y el otro tímido. Uno tiene padres y el otro los ha perdido en otro accidente en otra fábrica. Uno tiene hermanitos y el otro tenía una hermanita que se murió de hambre la semana pasada. Mientras su empleador, El Corte Inglés (que rimaría con Bangladesh si lo dijera Rajoy el tolerante), tira a la basura toneladas de comida en buen estado cada semana, unos miles de kilómetros al oeste. Los miserables son distintos. Nuestra miseria es la que los convierte en iguales. Si uno deja de ir a la fábrica de Bangladesh por enfermedad o por hambre o porque le ha dado una paliza brutal un cliente de su cuerpo, si deja de ir el empleador (nuestro compatriota) no se enterará. Son todos iguales, una masa. Si no viene uno viene otro y ni me entero ni me lo dicen. A mí qué me cuentas, yo los veo ahí todos los días trabajando bien, callados, no se quejan.

Los pantalones negros hechos por esos pobres nos parecen tan distintos entre sí que tenemos que comprarnos unos nuevos cada año. Puede que sean un poquillo más pitilleros que los del otoño pasado y los necesitemos para marcar gemelos, o porque su acentuada finura va bien con nuestras nuevas zapatillas super-rebajadas hechas en Indonesia. El negocio es el negocio, para los que pagan miserias a los miserables y para los que pagamos miserias por ropa hecha por los miserables.

Primavera (y otras verdades)

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De pequeño te enseñan muchas palabras, que darás por hecho que te iban a enseñar (lo confirmarás cuando aprendas otros idiomas) y que das por hecho que son verdad. Como las estaciones del año. Son algo natural, te dicen. O, si eres despierto: son algo natural, piensas. Te vas haciendo mayor y notas que, más o menos en abril, todos los años te pasa algo en el cuerpo. Te pasan muchas cosas en el cuerpo. Yen los otros cuerpos, más escuetos y más gritones en su ligereza. No hace falta mirar al otro lado de los cuerpos, la primavera ha llegado, lo sabes. Miras uno de los dos calendarios con pliegues y flores de tinta que le han regalado en el restaurante chino a la chica que te gusta (tienes uno que le has pedido a ella porque se han equivocado y le han dado dos, las manos piensan por sí solas en primavera), es abril, era marzo, luego es primavera. Actualizas la información en la que te han socializado, la que has naturalizado. No hace falta pasear con los ojos para ver el verde. Se sabe, es así.

Conoces a un argentino y te dice que, allá, la primavera es en otra época. El año humano no, pero el de la Tierra tiene antípodas. Qué curioso, le dices. Es una información que te choca porque nadie te lo había explicado, pero la recibes como un dato que podrías haber leído en internet. Allá es allá y yo estoy acá. Aquí, en Alicante, es clima mediterráneo. Tenemos cuatro estaciones muy claras, que me lo han explicado en Geografía. Y es que lo veo, copón. No somos tropicales ni nada. Te haces más mayor y te vas a vivir una temporada a una megalópolis que sí que es tropical. Todo verde, claro. Seguro que aquí siempre es primavera. O nunca, que lo mismo es. Te haces aún más mayor y contigo tu sociedad y te vas a vivir a otra ciudad con muchos parques. Una ciudad que se dice europea. Madrid. La imaginabas de cemento y permanentemente en un verano frío y cuarteador. Uno que nunca se acaba. Hacia marzo sales de una hibernación que no pensabas que pudiera ser tan larga. Vas a un parque, haces fotos a los pájaros. Y recibes un golpe, como de viento pero no es de viento. Es de ramas y de hojas y de tierra marrón que las contrasta. Porque te das cuenta de que todo, todo, todo es verde. Hace un rato era ponzoñoso, desnudo. Ahora es verde, como en la megalópolis tropical que ya nunca olvidarás y que siempre llevas contigo y no puedes parar de contar (¡pesado!) lo que allí viste y viviste, o como en esos pueblos de montaña que visitabas en verano con tus padres y de los que a veces te acuerdas. Habías perdido el verde. El matojo del sur es bello, con sus conejos, pero no es verde. Correlacionas (a eso sí has aprendido; por tu cuenta) y concluyes: ES PRIMAVERA. Hay cuatro estaciones, aquí sí. En Alicante había dos. En otros sitios, una. En otros incluso las mismas o diversas pero al revés. Y hasta las hay en el mundo tan extremas que parecen de otro mundo, de otro vocabulario que nunca has aprendido en tu tranquilo paralelo 40º Norte.

Aquí, en Madrid, hay cuatro. Lo sientes, no lo lees. Lo ves. Lo vives. El verde te entra en el cuerpo como un olor hace entrar por tu nariz partículas físicas de la cosa que exuda ese olor. Desengaño: has vivido una fantasía centralista. Has interiorizado realidades que no eran las tuyas. Te han mentido, tus profesores, los que tanto saben que saben. La cultura popular. A lo mejor hasta tu cuerpo estaba condicionado por tus ideas y cobraba vida porque pensabas que tocaba en primavera. No era primavera, sólo una farsa psicosomática. Pero la primavera existe. Hay estaciones, en los libros de texto, en los sitios que importan (¡precisamente hay naturaleza en las ciudades que se dicen deshumanizadas! ¡ah, verde ironía!; piensas paseando solo, solo, por el parque), que son los sitios donde se escriben los libros de texto pero no es por eso que importan sino viceversa. Donde hay parques con flores que huelen en abril. Lo hueles. Estás vivo. El mundo también, pensabas que lo estaba y no lo estaba y ahora sabes que lo está. Ahora hay un lugar y una época en la que deseas con fiereza el eterno retorno: Madrid en primavera. Primavera. Luego vendrá el verano, luego el otoño, después el invierno, después otra primavera. Qué interesante. Y qué intenso. Y qué original era yo, tan ingenuo que me había tragado unas palabras y unas ilustraciones malas que me dijeron qué era lo que había al otro lado de la ventana.