GAMER: La importancia de la ciencia-ficción

(Gamer, Neveldine / Taylor, 2009)

Gamer es una muestra modélica de la grandeza de la ciencia-ficción. Esta grandeza intrínseca al género bien entendido reside no tanto en la imaginación o en la fantasía (aunque también), sino sobre todo en la capacidad que tiene para hablar sobre el presente sin hablar de él, proyectándolo a un futuro que permite tomar una distancia para observarlo y preguntarle mejor. El resto es envoltorio. El de Gamer es espectacular, un despliegue de barroquismo gráfico (hay que utilizar términos de videojuegos y no cinematográficos) que enseña a las claras que las reglas narrativas del cine comercial ya no son las mismas, que las películas de acción hace tiempo que dejaron de entenderse en términos de planos para pasar a ser macroconstrucciones de montaje acumulativo. Neveldine/Taylor ya avisaron de lo que eran capaces en las dos partes de Crank, entretenidas y hasta algo atrevidas, pero insuficientes, además de lastradas por una estupidez por momentos ofensiva. Algo de ese humor machista y racista queda en Gamer, pero aquí matizado y ya no en la base del sentido de la obra, por lo que esta vez se puede hacer la vista gorda. En todo caso, esta pareja de creadores tiene una frescura y una energía imposible de encontrar en los muertos mamotretos de Michael Bay, tomado este como ejemplo paradigmático del cine cadáver hollywoodiense.

Gamer abre, quizá sin saberlo, muchas preguntas sobre nuestro mundo, como la mejor ciencia-ficción. La película apabulla, no permite respiro físico ni intelectual. El espectador es jugador, no espectador. El tema básico se puede resumir en: sexo y violencia. Hay dos videojuegos, cuya clave es que se controla una persona real, no una figura digital. El primero se llama Society, un entorno que utiliza lo chillón como sucedáneo de la vitalidad, y que permite la explicitación de todo lo que se reprime en Los Sims o Second Life. El segundo es Slayers, que utiliza a presidiarios como carne de cañón para un juego de acción bélica. Este último parece poco implantable en el mundo real, ya que se asesina cruel y gratuitamente a personas de verdad, y para eso se exigiría ser un psicópata, de los que en el fondo hay pocos. Pero el primero es tremendamente creíble, porque todo el mundo disfruta con el sexo, y más aún en la actualidad con el sexo como experimentación, mercancía y objetivación del otro. Lo siniestro de este asunto no es que sea creíble, sino que… ya existe. ¿Qué es sino el ciberporno, por otra parte tan aparentemente querido por Neveldine/Taylor? Unos maniquíes que hacen las guarradas que pide el público/mercado. La línea de separación entre Society y el mundo que habitamos casi desaparece si hablamos de las chicas que hacen lo que pide el cliente/jugador a través de una webcam. Por lo tanto, si alguien se siente incómodo con lo que sucede en Gamer, tiene que pensar que no es un futuro deshumanizado al final del camino en el que estamos, sino que es ya la realidad. Todo esto se podría comparar con la prostitución tradicional, pero no es lo mismo porque allí al menos hay una interacción física auténtica, que implica el reconocimiento del otro como igual al menos en lo material. Sin embargo, aquí el otro queda absolutamente desligado del yo, las actrices del ciberporno son objetos que no se perciben al mismo nivel que el perceptor, sino al mismo nivel que un banner o una entrada de un blog. Se puede argumentar que la distancia no es tal porque en Society hay una asimilación del jugador con el personaje, pero es que la tensión entre identificación y voyeurismo es también la clave del ciberporno, y el resultado final, el que queda cuando todo ha terminado, es siempre la objetivación y la separación. El porno tradicional tiende a la pasividad del espectador, a una distancia puntualmente identificativa, pero el ciberporno requiere de la participación activa del consumidor, que se ve obligado a hacer algo más que pulsar el play. De la acción de escribir en una ventana diciéndole a la chica que se vende por webcam que se quite la parte de abajo, a la acción de transmitirle «telepáticamente» a una persona real caracterizada de personaje virtual que le meta el dedo por ahí al personaje virtual que pasa por su lado, de una a otra no hay ni un paso. Es lo mismo, la gradación es puramente tecnológica. La diferencia que hace que Society sea todavía ciencia-ficción es que la chica de la webcam aún tiene la posibilidad de decir «no» a una petición, mientras que la chica convertida en personaje de videojuego no tiene libre albedrío. Pero la complejidad del asunto está en que, como en la interesantísima serie Dollhouse, se desprende voluntariamente de ese libre albedrío mediante un acto libre (todo lo libre que puede ser firmar un contrato en una sociedad capitalista).

He desarrollado por encima una de las cuestiones que puede plantear Gamer, pero hay muchas más. Por ejemplo, sobre la identificación contemporánea del goce y de la libertad con los entornos virtuales. ¿No se siente envidia al entrar en la casa del chico que, literalmente, habita en internet? Sin embargo ¿no es la ansiedad que provoca la falta de realidad algo más que una sombra sobre ese placer? Otras preguntas, además de las consabidas sobre la relación entre violencia ficticia y violencia real (la indistinción entre ambas ya es a menudo real en las guerras estadounidenses hipertecnificadas), pueden tratar sobre la potencialidad revolucionaria de las redes. ¿Puede ser útil internet como herramienta de subversión, puede tener consecuencias importantes en el mundo tradicionalmente real? Las preguntas relativas a la percepción de la virtualidad como realidad son tan evidentes que no hace falta ni enunciarlas. Pero ¿llegará el punto en el que sea indistinguible el producto publicitario no ya del producto cultural en sí, sino incluso de la realidad tradicional? ¿O hace mucho que estamos en ese escenario? Dejo aquí planteados algunos temas que pueden surgir en el diálogo con Gamer, un monumento sensorial y una estimulación intelectual de primera. Atributos ambos de toda buena ciencia-ficción.

Zulawski y el Mal

Según Leibniz, el Mal (y los desastres, las desgracias, etc.) existe porque Dios creó el mejor de los mundos posibles. No el mejor a secas, sino simplemente aquel en el que las combinaciones permitidas provocaban menos dolor. En ese (este) universo las películas son calmantes, tienen esencialmente una coherencia con lo que el espectador, o el tipo de espectador al que se dirige o incluso interpela, espera de ellas. Pero ¿y si hubiera sido Satanás el que hubiera ordenado, o más bien desordenado, esta parcela de realidad en la que habitamos? Pues que el cine de Andrzej Zulawski ofrecería la estética paradigmática de esa cultura. Sus películas, al menos las que escupen sobre la contención, transpiran Mal. Su montaje loco y alucinado es como el sudor de un psicópata que ha tomado LSD. Sus imágenes rezuman simbolismo oscuro, y circulan a gran velocidad, haciéndose inasibles aquellas con más densidad lírica. Ese luciferino mejor mundo de los posibles se fundamenta en el caos, la contradicción y la confusión, mostradas directamente y metaforizadas en la idea del doble, uno de los universales siniestros según Freud. Los personajes que viven allí sufren de una percepción temporal distinta a la que tenemos aquí, y están acostumbrados a las elipsis como cortes de navaja, a los sucesos repetidos cíclicamente, a los recuerdos que se hacen carne. Habitan en un presente que recorre el futuro antes de llegar, un futuro cuyos agentes son los niños, anunciando por si acaso que no hay esperanza y que nada llegará a tener sentido. Esos protagonistas, que lo son porque apelan ingenuamente a una dignidad que no saben que no existe, conforman una mitología, son alegóricos de las formas que puede tomar el efecto del Mal en el mundo moderno, son casos singulares que se pueden agrandar hasta ser identificables como las víctimas ejemplares de las enfermedades que asolan a la humanidad. Enfermedades que han salido del armario y se han apoderado de las calles en el luciferino mejor mundo de los posibles, mientras que en el nuestro son cobardes y sólo se dejan sentir latentes y se dejan ver en escenarios contaminados por la guerra, el odio o la indiferencia. Zulawski es un director al servicio del diablo, quien le ha encomendado la tarea de hacer burla del divino mejor mundo de los posibles y de sus condenados habitantes. En su primera obra, La tercera parte de la noche, unos infelices polacos trabajan dejando que se experimente en su cuerpo el tifus, transmitido por piojos, en la gris, paranoide y ruinosa realidad de la II Guerra Mundial. Cuando son infectados, son ascendidos a «inyectadores», siendo su instrumental laboral un microscopio y unas pinzas con las que inoculan sangre vacunada en los piojos, mostrado en detalle por una cámara que hiperamplía la imagen. Este es un buen ejemplo tanto de la estética  de Zulawski, anclada en la antipatía a menudo inconexa e impactante, como de su visión del simbolismo. En este caso se permite la asimilación de los piojos a las personas, que van creando la enfermedad (el nazismo aquí, pero también aplicable a la maldad de menor grado de la Polonia soviética contemporánea al rodaje) guiadas por algún orden psicopático-político al que siguen ciegamente, y una vez infectada la sociedad… aquí se acaba la coherencia de la interpretación y hay que cortar, falla como falla tantas otras veces, por ilógica o porque todo ocurre demasiado rápido en el cine irracional de Zulawski. Otra interpretación: de nuevo los piojos contagian el Mal y su acumulación va generando un gran Mal; pero como el objetivo es encontrar la vacuna, lo que se estaría sugiriendo es que hay que llegar al límite de la miseria política, moral y social para poder enfrentarla con efectividad. Sólo cuando el Mal fuera un bloque se podría erradicar por completo, la fuerza real del Bien sólo podría surgir cuando el Mal domina. Pero es un acercamiento demasiado optimista para proceder del diablo. Zulawski es el vocero de Satanás («Me importa una mierda el público», es la consigna del director en los comentarios del DVD de Posesión) y su jefe, que sabe reconocer una buena sensibilidad estética cuando la tiene delante, le ha encargado que apunte el microscopio a los seres del divino mejor mundo de los posibles, y luego les hace llegar los resultados con un eMule interdimensional, enseñando a los seres predilectos de Dios que no son más que microbios que intentan sobrevivir en un universo que bien podría estar regido por las leyes de la física cuántica y no por aquellas que toman por válidas. Las criaturas que centran el discurso tienen un nivel mítico, pero no tanto por unas habilidades heroicas inexistentes sino porque parecen cargar sobre sus hombros con todas las miserias y todos los dolores de los demás microbios humanos. Un sacrificio que en el universo de Dios sería épico y glorioso, pero que en el de Satanás, que es donde se realiza el montaje de las películas de Zulawski, es inútil y vacío. No lleva a ninguna parte, y cuando se acaban las películas los personajes de épico dolor se abandonan a su suerte/muerte, y se va a por los siguientes en una repetición cíclica del horror y del sinsentido de la que no hay salida. El Mal a nivel macro, social y moral, se forma por la acumulación de pequeños Males a nivel micro, individual y ético. Y en los dos campos de batalla, advierte el ángel caído mientras nos hace gozar de la estética hostil de Zulawski, la guerra está perdida. Corre, corre y grita, es todo lo que puedes hacer.

Daño cerebral (Manifiesto parcialmente robado)

[Extracto de «Brain damage», incluido en City Life, de Donald Barthelme; la traducción es mía]

Oh hay daño cerebral en el este, y daño cerebral en el oeste, y en el piso de arriba hay daño cerebral, y en el piso de abajo hay daño cerebral, y en el salón de mi señora -daño cerebral. El daño cerebral está muy extendido. Apollinaire era una víctima del daño cerebral -recuerdas la fotografía, la venda en su cabeza, y los poemas… Bonnie y Clyde sufrían de daño cerebral en los últimos cuatro minutos de la película. Hay daño cerebral en el horizonte, un gran nubarrón grasiento del mismo viniendo haciendo aquí-

Y puedes esconderte debajo de la cama pero el daño cerebral está debajo de la cama, y puedes esconderte en las universidades pero son el cuerpo y el alma del daño cerebral- Daño cerebral causado por osos que ponen tu cabeza en sus espumosas fauces mientras estás cantando “Masters of War”… Daño cerebral causado por la revolución durmiente que nadie puede despertar… Daño cerebral causado por el arte. Podría describirlo mejor si no estuviera afectado por él…

Este es el país del daño cerebral, este es el mapa del daño cerebral, estos son los ríos del daño cerebral, y mira, esos sitios iluminados son los aeropuertos del daño cerebral, donde los pilotos dañados aterrizan las grandes, dañadas naves.

La Inmaculada Concepción provocó mucho daño cerebral en un tiempo, pero ya no. Un equipo de lipizzanos acaba de publicar una autobiografía. ¿Hay alguna razón para acusarlos de ya-sabes-qué? Y vi a una chica andando por la calle, estaba cantando “Me and my Winstons”, y yo también empecé a cantar, y eso nos protegió, por un momento, de algo terrible que podría haber pasado…

Y hay daño cerebral en Arizona, y daño cerebral en Maine, y pueblecitos de Idaho están en sus garras, y mi cielo azul está ennegrecido por él, daño cerebral cubriéndolo todo como un contrato irrompible-

Esquiando sobre la suave superficie del daño cerebral, que nunca se hundirá, porque no entendemos el peligro-

Y hay daño cerebral en España, y hay daño cerebral en Alicante. Pero sobre todo hay daño cerebral dentro de cada uno. Encadenado a nuestras cadenas de ADN. No podemos entenderlo y no podemos observarlo y no podemos destruirlo porque es parte de nosotros. Nosotros somos el daño cerebral. Acabará cuando nosotros acabemos, y no inmediatamente. La materia oscura choca a velocidades cósmicas produciendo las chispas que lo alimentan, y nosotros describimos esa materia oscura y nosotros la creamos y le otorgamos sus capacidades. El daño cerebral no está en el cerebro, está por todas partes. Somos devotos de la religión panteísta del daño cerebral, nos inmolamos por ella sin saberlo, y lo hacemos entre gritos si lo sabemos. Su color es el falso gris de las pantallas y el verdadero azul del mar y cielo. Su sabor el de mil clavos empapados en perfume barato, que crea desde dentro su olor, olor persistente que al ser constantemente percibido mantiene activa la conciencia del daño cerebral. Su tacto el de una tecla grasienta empapada en un sudor sin fruto. ¿A qué se parece? A todo, porque es todo, porque impone su estructura a todo lo que vemos. Lo visto y lo sugerido está filtrado por el daño cerebral, y ese sesgo no se puede eliminar. Porque no se quiere eliminar. El daño cerebral es causa y consecuencia del lavado cerebral, por eso es todo lo que queda. Cáscaras con el cerebro dañado, miles de millones de pequeñas vidas borboteantes que corretean con sus cientos de patas hibridadas por tierras húmedas y cementadas, sólo sienten y piensan con sus antenas metálicas, y el ligero zumbido que provocan al moverse ahoga la información que pudieran transmitir. El daño cerebral está en el aire, en forma de ondas de radio creadas por nosotros y que nunca salen al verdadero exterior, porque el aire no es más que daño cerebral. El daño es nato y permanente y no eterno, el cerebro es nato y orgánico y lee mediante rayos lumínicos. Relámpagos que cruzan la cultura dañada en su base desde su origen, sus truenos son el eco que resuena en el interior de la cabeza vacía dañada en sus paredes gomosas. Los ojos son espejos del daño cerebral. El daño deja de ser daño por ser estado genérico. No hay lucha contra él ni deseo de curarlo porque no es una enfermedad y porque sabemos que no se va a romper y esa es la única seguridad que nos permite ver el daño cerebral. Tenemos daño cerebral y queremos daño cerebral. Lesiones absolutas en un cerebro miniaturizado y desconectado. El daño cerebral me impide ser consecuente con el hecho de saber que todo esto estaba expresado mucho mejor y más sintéticamente en el texto del menos dañado Donald Barthelme. Menos dañado: sí, hay grados y sí, esa es la única esperanza.

A PAGE OF MADNESS: Un baile manicómico

(Kurutta ippêji, Teinosuke Kinugasa, 1926)

¿La sombra de Jean Epstein es alargada o la sombra de A page of madness es alargada?

¿Tiene algo de asiática la incontinencia creativa?

¿Queda Oriente bajo Occidente?

THE GIRLFRIEND EXPERIENCE: Situacionismo contemporáneo y estética Apple

(The girlfriend experience, Steven Soderbergh, 2009)

El mayor mérito de The girlfriend experience es que parece hecha ayer por la tarde. Sí, esa contemporaneidad en la que tan a menudo insisto es, en mi opinión, en sí misma un valor estético, y uno de primera. Expresiones culturales que son de ahora, y que sólo podrían haber sido de ahora. Aquí se habla de la crisis económica, del poder que otorga la posibilidad de que cualquiera pueda decir lo que quiera en internet, del dinero como fin, de las nuevas relaciones amorosas y sexuales. En realidad ni siquiera se habla de todo esto, sino que estas cosas hablan por sí mismas, emergiendo de la contemporaneidad total que rebosa The girlfriend experience, como Cloverfield. No lanza preguntas, ni mucho menos ofrece respuestas. Se limita a situarse en medio de la época, la filma con la estética ultracool desapasionada y superficialmente superficial que ella misma pide y le deja hacer. Desde el punto de vista mayoritario en el imaginario cultural, el estadounidense. Nada de resabios europeos deudores de la tradición, como en los -en todo caso brillantes- thrillers tecnoempresariales de Olivier Assayas, como Demonlover y Boarding gate, con los que tiene mucho en común. Aquí no hay modernidad, sino actualidad.

La narración es tan libre como la ligereza del mundo que salta del navegador de internet al viaje low-cost. Se sigue -a ratos mediante una entrevista con, asumimos, fines promocionales; dato relevante- a una prostituta de lujo que se mueve entre empresarios, a los que ofrece una experiencia de intimidad y cercanía que no se limita al sexo. Ese personaje queda engarzado en Sasha Grey, una actriz porno en la vida real y, como el personaje, un producto que mezcla ficción y realidad, un producto dirigido en parte a un target pretendidamente elevado sobre la vulgaridad. La verdadera señorita Grey aparenta inteligencia y presume de buen gusto en lecturas, cine y música, además de hacer sus pinitos en el activismo contracultural. Esto contrasta con sus vídeos explícitos, en los que parece que se entrega a prácticas sexuales bastante brutales. ¿O lo interesante es que ya no son vidas incompatibles hoy? ¿Por qué alguien inteligente y con potencial para hacer lo que quiera escoge ser sometida a vejaciones públicas extremas? ¡Pues porque quiere! ¡Su cuerpo es suyo! ¿No? ¿O es que acaso es de quien lo paga?

En resumen: es un icono (¿contra?)cultural. El personaje de la escort ofrece algo similar, humanidad dentro de algo que podría o no ser nada más que puro sexo. Estos paralelismos no son accidentales y componen buena parte de la base de la película, enlazándola con la realidad con su regusto docudramático. Se pueden conectar de muchas maneras, permitiendo múltiples lecturas, con temas relevantes hoy, como la relación entre el valor de las cosas y el dinero, el libre uso de la propia persona que quiera o pueda hacer cada cual, o las nuevas formas de entender la pareja, si es que todavía es pertinentente este concepto. De este personaje que vende su cuerpo a hombres de negocios que buscan un extra de cariño se podría, probablemente, extraer alguna lectura central alegórica sobre el sistema económico global. Pero la esencia de The girlfriend experience es la humanidad latente en este mundo de culto al dinero. Pretende mostrar, sin afán de comentario político sino de retrato que aporta las herramientas para hacer las preguntas, que toda ese gente que se mueve en las esferas empresariales también son personas. Este acercamiento difícilmente podría aparecer en un film europeo, por eso el valor de la propuesta de Soderbergh -que quisiera ser europeo pero por suerte nunca lo será-, la inusual posibilidad de acceder a un punto de vista humanista surgido del corazón del capitalismo… sin dejar de ser implícitamente crítico con él.