Escribir los pájaros

1.

Cuando me siento a escribir sin saber lo que va a pasar, aparecen los pájaros. De pronto salen de mí y hacia el texto pájaros que me miran, pájaros parados en tierra esperándome o dejándose observar a una distancia que respete su espacio personal, que es de lo poco que tienen. Pájaros necesitados de mí. Aves que vuelan sobre mi cabeza, que se posan en un banco o una fuente y solo con estar ahí y hacer el pájaro son capaces de provocar una epifanía.

Llegan en silencio. Son imagen, movimiento. Volúmenes que no toco pero se me dan fríos y huecos. No son letras porque son pájaros.


2.

Los picos cerrados, apretados como mi boca cuando olvido que tengo un cuerpo que reclama mi control, picos duros, cartílagos que tienen una lengua dentro y un paladar que imagino seco, picos cerrados que se abren para emitir unos sonidos irrepetibles; como mi boca cuando encuentro a quien me busca.

Los saltitos, siempre los saltitos a media definición de la palabra “andar” y de la palabra “volar”. Sobre todo esos amagos de elevarse pero también, cuando nada más se mueve, los giros espasmódicos de sus minúsculas cabezas, las cuales contienen un cerebro de pájaro, la antítesis del campo de fútbol como unidad de medida.

Y finalmente el vuelo. El brinco que lo inicia todo, que los dispara hacia el infinito de posibilidades que es el aire sin calzadas ni más señales que el alimento o las corrientes que los alteran. El cielo es un desierto sin arena con nubes en lugar de dunas.


3.

Planean las gaviotas siguiendo el barco que me lleva a otro continente. Me están siguiendo. Siguen a la estructura humana de la que formo parte. El gran ferry como el parque, islas artificiales que facilitan nuestro encuentro con los pájaros y que prometen una simbiosis que nunca se dará. “No dar de comer a las palomas” los unos, “no acercarse tanto al hombre” los otros. Nuestra relación es platónica y hermosa. Es liberadora, mientras uno entienda que no puede progresar, cambiar ni durar.

Cerca de la mesa de la terraza aletean las palomas y arrullan. Protejo mis frutos secos, que me encantaría que fueran para ellas pero no lo son. Se confían porque nos ven sentados en esos lugares inmutables e idénticos entre sí, sin escopetas nuestros brazos. Una, gris azulada, de ojos rojos, se sitúa en el respaldo de la silla de al lado y no se va; se asienta, se menea, vuelve a aletear cuando parecía haberse calmado. Hace “glugluglú”, “curr-curr”. Un impulso con las garras que para ella no supone esfuerzo y ya está sobre la superficie de la mesa, casi tira la copa y, como un deber, agito la mano para espantarla, sin rencores. Ojalá pudiéramos ser amigos, pienso. Pero el mundo está hecho así, paloma.

Sí, son animales y son predecibles y catalogables. Son categorías mucho más universales que nosotros los humanos. Una oca es una oca y en todos los rincones del planeta es una criatura enrabietada.

Y aun así cada ave es un ser único con el que se comparte un momento inolvidable. La oca encerrada en un corral de perro de una masía muy concreta de una comarca con nombre particular y que ladró cuando hice ademán de acercarme a ese caserío en aquel día especial para mí en el que tenía afán de aventura. O las ocas que vigilaban decenas de pavos reales entre los que yo caminaba, yo como ellos entre vallas, muchos tumbados y otros andando, uno que bailaba y no para mí junto a un enclave estratégico del río Amarillo. Los buitres devorando un ternero, me topé con ellos de golpe al culminar la subida a una colina mientras a nuestro lado (al mío, que estaba solo, y al de los buitres con el cadáver) un mastín odiaba todo lo que no era él mismo, a pocos cientos de metros de la carretera donde desapareció el niño de Somosierra. Quizá aquellos necrófagos estaban comiéndose al niño desaparecido, lo hacían eternamente, día tras día a la misma hora en la que tal vez lo mataron hace unos 30 años. También, gigantescos cálaos al amanecer cuando navegaba un río en una selva de Borneo.

Las crestas de las alondras que me permiten reconocerlas y desear estar acompañado de alguien y decirle: “eso es una alondra”, no para impresionarle sino para compartir el asombro ante el mundo. La perfección del ave.

Y, claro, el gorrión. La perfección de la naturaleza.

Todas son escritas. Todas pendientes de escribir.


4.

Los pájaros no son símbolos. Solo se convierten en símbolos cuando son tratados con ramplonería. Los pájaros no necesitan ser símbolos de nada: son criaturas acabadas tal y como son. Son perfectas para nosotros porque podemos contemplarlas. Sus pechos hinchados. Sus sonidos, que son puros, que no son un canto porque considerarlo música es una antropomorfización vulgar.

No representan la libertad. A los más grandes los vemos planear y los imaginamos como nosotros cuando cerramos los ojos al recibir el viento y sentir cómo se agitan las partes sueltas de nuestro cabello a través de la ventana abierta de un coche que avanza. Pero no son libres. ¡Son animales inferiores! Son presa del instinto. No saben escribir.


5.

Una de mis grandes preguntas sobre el universo siempre ha sido esta: ¿por qué una rama y no otra? ¿Por qué vuelan o se posan? ¿Gorjear en este preciso instante? ¿Y por qué no callar? No puedo poner un “deciden”, o “eligen”, ni siquiera “prefieren” tras esos “por qué”. Porque no tienen voluntad. Hacen lo que hacen y casi podemos describir desde la biología y la etología por qué lo hacen pero no por qué lo hacen justo entonces. No hay nada que entender, la mayor parte de las veces.


6.

Me niego a tenerlos en casa. Quizá tema que la posibilidad de observarlos de manera rutinaria y disponer de ellos a mi merced acabe con su magia y termine por quitarle la gracia a la vida. Sí podría criar unos peces o una chinchilla.

Pero ¿por qué los escribo? ¿Por qué los adoro? Mis diarios privados están llenos de ellos. Ni uno solo dibujado.

Los escribía a menudo, me fijaba en ellos. Pero fue ella, no hace tanto, quien se dio cuenta y me hizo notar explícitamente lo especiales que eran para mí, mi atontamiento desaforado cuando un pájaro se cruzaba en mi camino o entraba en la escena general. Todo lo demás pasaba a ser atrezzo, me explicó. Como el perro ante una mariposa o el gato que persigue una cucaracha, así mis ojos frente al gorrión o el pato, o delante de la ninfa enjaulada en un parque a la que intento convencer para que me diga nihao. Están allí y no hay nada más en el mundo porque hay poco mejor. Un niño, quizá. De un año, cuatro, seis a lo sumo. Pero los niños son demasiado humanos, tan reconocibles que solo despiertan el amor y la ternura, emociones que soy capaz de comprender, sin pizca de misterio.

Sospecho que todo empezó cuando veía desde el coche de mi padre planear las aves rapaces en los veranos que pasaba en distintas montañas españolas y sus siluetas me hacían tan feliz como perseguir saltamontes y empalar moscas. Sucedía entre finales de los 80 y principios de los 90, cuando aprendí a reconocerlas pero, por si acaso, siempre llevaba un par de libros plastificados con fotos y dibujos de sus perfiles y datos del ejemplar medio, del comportamiento habitual, de la región y otra información que leí y estudié y que consultaba sin falta y que ahora, 30 años después, escribo sin intención científica.

Todos esos pájaros concretos que vi en mi infancia y me asombraron han muerto. Algunos habrán sido comidos por otros pájaros. También han muerto muchos de los que engendraron aquellos pájaros, descendientes prácticamente idénticos y con casi igual composición genética. Así son las familias. Números increíbles de pájaros vivieron y murieron antes que yo y otros que están por ser creados vivirán y morirán. Espero que ninguno de los que están viviendo ahora, en este momento, me sobreviva.


7.

Entonces, cuando estoy a punto de dar por terminado este texto, algo blanco se desliza al límite de mi mirada, al mismo tiempo que una ráfaga de aire me despierta del trance de la escritura. Es una bolita; no, es una pluma curvada de una paloma blanca. Rueda por el suelo mientras familias de palomas dan saltitos en el edificio abandonado al otro lado de la ventana, lo ocupan y lo ensucian, las más estúpidas o desafortunadas mueren atrapadas en la tensa red que protege la construcción en ruina y se pudren, las demás bailan amenazantes a unas decenas de metros de mi teclado. No quisiera ser ellas.

La colmena inagotable

Se abre una de las compuertas de la colmena. Sale una chica gorda, es feísima. Tiene pinta de oler fatal. Sus hinchados pies le dan una oportunidad al mundo y pisan la tierra con el impulso de la fuerza de la gravedad, que está de parte de su tremenda corpulencia. Se dispone a subir la mirada para explorar lo que la rodea y aspirar el oxígeno de ese lugar lleno de posibilidades cuando, se da cuenta demasiado tarde, a cinco metros de sus ojos surge un cuervo que la engancha por el pelo y trata de elevarla. Tras una lucha, el animal lo consigue y desaparece al otro lado de la montaña con la gorda.

Pasan unos minutos y otra celda de la colmena se abre. Aparece una mujer desnuda. No es una mujer: como la anterior, es una chica. Más joven quizá. Mucho, mucho más delgada. Parece sorprendida por el viento, parece sentirse perdida. Pero no está triste; en esos estados de existencia no hay melancolía. No lleva ropa y sueña con zambullirse cuanto antes en el agua que, supone, le espera al final del recorrido. La determinación con la que arranca a andar se ve truncada por el cuervo que aparece desde no se sabe bien dónde y se la lleva sin esfuerzo. Ella ya no está desorientada y entiende lo que está pasando. Desde abajo, si miraras, le verías todo a la chica desnuda.

La colmena permanece cerrada más tiempo de lo normal.

Una compuerta se desliza pero no hay nadie. Se cierra.

Otra celda se abre con su característico sonido. Otra mujer. Lleva algo que se diría que es un uniforme. Esta no duda ni se sorprende, es algo mayor, salta y cae en una estudiada postura. Corre. No hay ningún pájaro. En el momento en el que suda, a mitad de su carrera, comienza a llover. Se siente bien, se siente libre. Siente que todo tiene sentido. Esta, cabe insistir, no duda. No puede contener más un grito pero no puede gritar porque un cuervo se lanza hacia ella, la picotea, la deja malherida y espera a que venga el resto de la bandada. Entre varios cuervos negros la elevan y van de nuevo en dirección a las montañas. Le hacen daño por el camino, mientras grita. Deja de gritar; o tal vez es solo que ya no se oye.

Un fuerte ruido de ajuste hace temblar la colmena. Lo que sea que haya allí dentro nunca descansa.

Se muestra otra mujer que aún no sabe que será la última. Su piel negra brilla por el sol del segundo mediodía. Avanza, come, orina, halla un estanque y juguetea con el agua. Al volver a la arena, ve una piedra con algo inscrito, unos símbolos que forman un lenguaje que ella, claro, comprende. Comprende también en ese momento que ha sido la última de una época que la colmena esperaba que fuera inagotable (la colmena, quién lo iba a decir, estaba equivocada). La mujer está apenada porque no podrá volver a disfrutar de esa sensación de pureza y de presente, de que aquí y ahora merece la pena su corta vida. Se sienta a esperar al ejército de aves, pero cambia de idea y decide que la capturarán corriendo contra el viento. Cerca de la colmena los ríos producen brisa y es en paralelo a una de las orillas que cientos de cuervos la atacan y se la llevan, muerta en el cielo mucho antes de llegar a la sierra.

Los cuervos terminan tomando la colmena. El ruido en el interior se hace más fuerte, el espacio se calienta y parece que todo va a estallar. Pero no. La actividad cesa, una columna de humo que escapaba del techo se extingue en unos minutos mientras las aves vuelan hacia las montañas y, después, hacia el mar que se esconde más allá de los valles.

Un río de sangre brota de cada una de las compuertas que se abren (se han abierto todas).


[Imagen: ‘The Hive’, Wolfgang Buttress; foto de Jeff Eden]