El masculino futuro

Hay excepciones. Siempre las ha habido, son esos seres inciertos, poéticos, que no se han dejado reducir al estado de maniquíes codificados por el implacable rechazo del componente homosexual. Hombres o mujeres, seres complejos, flexibles, abiertos. Admitir el componente del otro sexo les hace a la vez mucho más ricos, varios, fuertes y, en la medida de esa flexibilidad, muy frágiles. Sólo se inventa con esta condición: pensadores, artistas, creadores de nuevos valores, «filósofos» a la alocada manera nietzscheana, inventores e iconoclastas de conceptos, de formas, los renovadores de vida no pueden sino vivir agitados por singularidades -complementarias o contradictorias. Eso no significa que para crear hay que ser homosexual. Sino que no hay invención posible, ya sea filosófica o poética, sin que el sujeto inventor no sea abundantemente rico de lo otro, lo diverso, personas-desligadas, personas-pensadas, pueblos salidos del inconsciente, y en cada desierto repentinamente animado, aparición del yo que no conocíamos -nuestras mujeres, nuestros monstruos, nuestros chacales, nuestros árabes, nuestros semejantes, nuestros miedos. Pero no existe la invención de otros Yo, no hay poesía, no hay ficción sin que una cierta homosexualidad (juego, pues, de la bisexualidad) obre en mí como cristalización de mis ultrasubjetividades. Yo es esta materia personal, exuberante, alegre, masculina, femenina y otra en la que Yo fascino y me angustio. Y en el concierto de personalizaciones que se llamaron Yo, también se reprime una cierta homosexualidad simbólica, substitutivamente, y se representa mediante signos diversos, rasgos comportamientos, actitudes gestos, y esto se ve más claramente en la escritura.

[ … ] lo que se inscribe en el movimiento de un texto que se divide, se fragmenta, se reconstruye, es una feminidad abundante, maternal. Una mezcla fantasmática de hombres, de machos, de caballeros, de monarcas, príncipes, huérfanos, flores, madres, senos, gravita alrededor de un maravilloso «sol de energía» el amor, que bombardea y desintegra esas efímeras singularidades amorosas para que se recompongan en otros cuerpos, para nuevas pasiones.

[De La risa de la medusa, Hèléne Cixous]

El otro, el antes prohibido, el hoy y siempre sospechoso, es su Yo pero también mi Yo. Mi Yo no crea nada y el suyo tampoco. Sólo enriqueciéndose mutuamente, construyendo un Yo interconectado, sin dejar de ser Yo, se puede crear algo nuevo, original. Si me encierro en mí, mi vida ya ha terminado. Podría muy bien suicidarme. Mi sexualidad ya estaría siendo necrófila, y Yo (yo) estaría siendo y sería el objeto. Una necrofilia donde los dos son objetos, los muertos, al menos es una invención poderosa.

CANINO: Nuestro vacío a través de nuestro vacío

(Kynodontas, 2009, Giorgos Lanthimos)

El gran tema (y, en mi opinión, problema) de nuestro tiempo es el nihilismo. Canino es una de esas obras sensibles con su época, que capta casi sin proponérselo lo más característico y relevante de su momento histórico. Esto se confirma porque no son pocos los espectadores de ese momento, ajenos incluso a este tipo de cine, que entienden aunque sea intuitivamente de qué está hablando la película, que conectan con ella porque habla de ellos y de su mundo. Una familia, reverso perverso y hueco de Los Tenenbaums, aparece prácticamente aislada del exterior en su cómodo chalet. Fuera no hay nada, sólo descampado, y si hay algo no hay interés en verlo. Canino se puede entender casi como un compendio de muchos de los elementos principales del Occidente contemporáneo. Por ejemplo el sexo, como algo mecánico pero al final vital, o viceversa, y que en todo caso ya es casi indiferente si se tiene o no se tiene de verdad. O la pérdida de fe en la vida, y la ignorancia de esta pérdida; no hay esperanza ni se la espera, no hay proyección ni memoria, sólo presente. O el absurdo y el vacío como motores de ese movimiento inercial de inmediatez que no parece tener origen y seguro que no tiene destino, sólo quiere moverse, porque sí. O la moderna tecnología, que aquí se interpreta como algo que, pese a todo, no deja de percibirse como un objeto extraño que no termina de corresponder en la naturaleza. O el humor, reducido a su mínima expresión, y evidenciado así su carácter absurdo y falso, como lo entiende Lanthinos. O la importancia del lenguaje; no es casualidad la prioridad de su estudio desde el pasado siglo, sino que encaja en la comprensión posmoderna del mundo como texto, distanciado de la realidad. O el miedo, la sensación equivocada de vulnerabilidad, creada (aquí, implícitamente) por los medios de masas, y que desemboca de forma inevitable en la violencia. O esa misma violencia, directa o indirecta, que para quien la ejerce es lo único que tiene realmente sentido, porque se practica, a diferencia de todo lo demás, con un objetivo, del que además se está convencido; de propina, genera sumisión. O, sobre todo, el juego. El juego permite confundir la ficción con la realidad, eliminando la responsabilidad sobre las consecuencias. Si ocurre algo, algo de verdad, como una muerte, no hay culpabilidad porque se estaba jugando, lo que tiene lugar en una esfera que no es la de lo real; si ocurre algo, algo de verdad, es un accidente, un daño colateral. Puede que el vago recuerdo cultural de una moralidad pasada sedimentaria lleve a preguntarse si se podía haber evitado, si ha habido irresponsabilidad, pero es una sensación que desaparece pronto y abre paso a los nuevos juegos, que no dejan tiempo a nada más. El juego es ya la verdadera realidad, integrada y confundida con la vida, como se aprecia en los momentos más decisivos de Canino. Aun así, todavía no estamos en la barbarie y la exigencia lógica sigue existiendo, pero el juego permite que cada cual, cada individuo, sujeto de su pequeña historia que hoy casi es la única que importa, cree su propia lógica y le sirva. Son lógicas aleatorias como en las sociedades animistas y supersticiosas, pero sin contenido ni objeto más allá del mismo ritual, que lo es todo.

El tempo de Canino es el del Ruido de fondo de DeLillo. Consigue perforar la superficie lúdica de la vivencia contemporánea para ver, y enseñar, que lo que subyace es la vacuidad más total. Debajo de los juegos (y las extrañas ¿satisfacciones? que proporcionan), que se acumulan y cuya única verdad es que cada vez tienen que ir más lejos y ser más intensos, no hay nada. No es, sin embargo, la sordidez radical del cine de Seidl, que ahoga en su representación extrema de las miserias contemporáneas toda posibilidad de empatía y comprensión. Aquí hay más trabajo creativo, de ficción, y se bucea dentro de lo físico y documental, mucho más cerca de Haneke. Hay un tiempo muerto, que se vive automáticamente, expresado por un ritmo lento y desnudo, por planos que cortan el rostro o alguna otra parte porque todas son prescindibles. No hay mucho que mostrar: si lo que se ve es incompleto tampoco se pierde gran cosa. En Canino hay silencio y aislamiento. Hay estatismo, la cámara no se mueve porque nada cambia, el tiempo es un continuo cuyas partes son indiferenciables, por lo que no se necesita una estructura narrativa. Hay caras largas y ninguna emoción. Hay olvido constante y, por su causa, repetición; esto no parece haber pasado antes, así que no se sabe que no sirve para nada. Como mucho, si algo se repite con cierta conciencia de que ya se ha hecho, aparece asociado a un condicionamiento casi animal. Hay, en último término, una futilidad de la vida ejemplificada en la futilidad de la muerte: uno se muere y no pasa nada. Nada. Como los primeros homínidos, se mira atrás un momento mientras el cadáver va río abajo y se sigue andando, pero ya no hacia la próxima fuente de alimento, sino a ninguna parte. Se anda por andar y se intenta hacer interesante el camino. Canino no muestra la satisfacción instantánea porque, en el fondo, no es una satisfacción. No hay en ella sentido ni felicidad, su alegría es un engaño. Como en muchas otras películas modernas con ínfulas artísticas, nadie sonríe. Y ha terminado por no extrañar que nadie lo haga en estas películas.

LA TOMA DEL PODER POR PARTE DE LUIS XIV: La televisión pública francesa quiere venderte su línea otoño-invierno

1. La última media hora de La prise de pouvoir par Louis XIV, una de las obras fundamentales tanto de Roberto Rossellini como del cine histórico, revela una de las tretas principales del rey para fortalecer su poder absoluto. ¿Quién le molesta? La aristocracia. ¿Cómo es la aristocracia? Vanidosa y vana. Aprovechémonos de esto, se dice. Llama a los mejores sastres a palacio, a los que obliga a añadir a su ropa más capas, más encaje, más gritos cromáticos, más-más. Nunca es suficiente. En mitad de las pruebas, disfrazado más que vestido, desvela su plan: «Monsieur Fouquet adoptó esta moda. Nosotros le daremos más suntuosidad. Monsieur Fouquet sólo veía en ella un instrumento para su vanidad. Nosotros haremos de ella una utilización política. Y nos aseguraremos de que nuestros nobles sólo piensen en la moda. Una costumbre como esta, Monsieur Colbert, le costará la renta de un año a cada cortesano». Se vuelve hacia el modisto y le dice que el diseño es insuficiente y que tiene que empezar de nuevo, ¡más, esto es demasiado poco, necesito más! Él sabe que todos imitarán su estilo. Todos quieren parecerse al rey, por sentirse un poco reyes y por puro peloteo. La primera aparición de Luis XIV con la nueva moda muestra un ridículo fantoche que, lejos de provocar risa en sus súbditos, es respetado, idolatrado y copiado. Conseguir esto último es un trabajo duro y constante para la nobleza, que queda así neutralizada porque no tiene tiempo ni dinero para otra cosa.

2. En una pequeña entrevista actual, La Rochefoucauld, director artístico de la película, cuenta por qué la ORTF, televisión pública francesa de entonces, se animó a producirla. En aquellos momentos era importante para la economía vender el máximo posible de televisores en color. Había que ofrecer algo para que mereciera la pena comprarlos, y por eso se financiaban producciones de época, en las que el protagonismo recaía en la suntuosidad del vestuario. Algo que, por supuesto, sólo podía apreciarse en color. Exigieron dos condiciones para dar dinero para el proyecto: que tuviera alguna figura prestigiosa y glamourosa al cargo (Rossellini) y que las imágenes se recrearan en el colorido del lujo. Confluyeron así los intereses artístico-didácticos del director con los intereses comerciales de una gran compañía. ¿Una compañía pública, como Luis XIV?

Escritores históricos y escritores filosóficos

Es preciso saber que nunca me satisfizo dar consistencia a una figura de hombre o de mujer, por más que fuera particular o característica, por el simple gusto de trazar su representación; ni narrar un hecho concreto, triste o alegre, por el simple gusto de narrarlo; ni describir un paisaje por el simple gusto de describirlo.

Hay ciertos escritores (y no son pocos) que sí sienten esa atracción y, complacidos, nada más buscan. Son escritores de naturaleza fundamentalmente histórica.

Pero otros hay que, al margen de esa atracción, sienten una necesidad espiritual más profunda, en virtud de la cual no admiten figuras, hechos o paisajes que no estén, por decirlo así, embebidos de un particular sentido de la vida mediante el cual adquieran un valor universal. Son escritores de naturaleza fundamentalmente filosófica.

Yo tengo la desgracia de encontrarme entre estos últimos.

Odio el arte simbólico en el que la representación pierde todo movimiento espontáneo para hacerse máquina, alegoría; esfuerzo erróneo y vano, pues el solo hecho de dar sentido alegórico a la representación de algo claramente manifiesta que se piensa lo representado como perteneciente al mundo de la fábula, que no contiene en sí mismo verdad alguna ni fantástica ni factual, y que existe simplemente para demostración de esta o aquella verdad moral. La necesidad espiritual a que me refiero no se puede saciar con tal simbolismo alegórico, salvo rara vez (como por ejemplo en Ariosto) gracias a una sublime ironía. La operación alegórica parte de un concepto; más aún, es un concepto que se convierte, o lo intenta, en imagen. La necesidad a la que me refiero, sin embargo, busca en la imagen, que ha de permanecer viva y en sí misma libre en toda su expresión, un sentido que le dé valor.

[Del «Prefacio» de Seis personajes en busca de autor, Luigi Pirandello]

Nico, en serio, les lavan el cerebro

Nico, en serio, el neocolonialismo estadounidense no es un invento de europeos paranoides, que miran para otro lado porque son demasiado cobardes para criticar sus propios males internos. Existe. Se impone por todas partes, no sólo económicamente sino también ideológicamente. Durante años, el consumo constante y repetido de los productos de los medios de masas va integrando una determinada manera de pensar en el espectador, una destinada a legitimar el poder y los modos norteamericanos. Es un bucle cada vez más agresivo y superficial de mensajes matizados y sutiles, que tienen siempre esa misma finalidad. Sin ofrecer alternativa posible y sin que se note que no se ofrece alternativa. Te conté el sábado una escena del documental The Weather Underground que me impactó especialmente: el grupo revolucionario/terrorista protagonista se ve obligado a pasar a la clandestinidad. Lo hacen con miedo porque, reflexionan, en las películas no han visto ni una sola historia en la que los criminales no sean atrapados y castigados. Pueden tardar, pero los pillarán. Y no los pillaron. Al final deciden entregarse; vivieron diez años como fugitivos activos y no consiguieron capturarlos, ¡es que ni a uno! Fíjate cómo tenían de interiorizado el discurso del miedo incluso estos radicales ultracuestionadores.

Nico, 24 o Battlestar Galactica son series arrolladoras. Son la hostia. Son apasionantes y se te llevan por delante. Pero más allá de su alto valor como entretenimiento, también son artefactos de ideologización. Muestran situaciones en las que la única opción aceptable parece estar clara: ¿cómo no matar a uno si existe la posibilidad de salvar a cien, o acabar con cien por la supervivencia de mil? Pero no es casual que lo que vemos sean siempre casos extremos, como la búsqueda de una bomba nuclear o bacteriológica, o hasta la supervivencia de la humanidad. En esos casos al límite, lo que hacen los personajes es irrechazable. Aunque al final estuvieran equivocados, han hecho lo correcto. Como en el conflicto de los submarinos de Marea roja, el utilitarismo se presenta como la única solución razonable, siempre argumentado indirectamente de forma potente y convincente. Las vías alternativas son ignoradas, descartadas o despreciadas. Siempre se dispara a matar, nunca a herir. Todo eso termina extrapolándose a la vida real, donde las circunstancias no son tan claras, radicales y apremiantes. Después de años y años de ver una y otra y otra vez esos procederes en la ficción, es normal encontrar tolerable en casos reales ese mismo utilitarismo antihumano, meramente numérico o, como mucho, despectivo de la otredad prejuzgada. ¿Cómo no aceptar que se torture a un presunto terrorista de Al Qaeda, si es probable que oculte información vital para salvar a tropas estadounidenses o a civiles inocentes, como nos han enseñado las películas? ¡Incluso en Europa se entiende! Su modalidad más fuerte sí encuentra todavía resistencia en Europa, pero ya no en Estados Unidos: ¿cómo no invadir un país con armas de destrucción masiva que es probable que nos vayan a matar a todos? Sin embargo, en la vida real los malos no son villanos de ficción, sino que son seres humanos que sufren y mueren, que son humillados por la superioridad moral (y humana) autoasumida e incuestionada del utilitarista.

Además de la apología de los fines sobre los medios, se defiende el conformismo para aquella clase media no destinada a actos heroicos ni militares. Para nosotros, tío. Juzgamos los grandes hechos y los actos de violencia, pero no participamos en ellos. Estamos en otro universo, paralelo, para el que la ideologización neoliberal proimperialista también tiene una ristra de valores que inculcar. No dejan cabos sueltos. La vida cotidiana con la que tenemos que identificarnos es representada en la ficción por Friends y otras teleseries, por todos los subproductos cómicos y melodramáticos del Hollywood más duro y de sus sucedáneos internacionales ya globalizados. Esa vida cotidiana es siempre vacía y automatizada, lo que se disimula con unas cuantas risas y lágrimas. Se transmite a veces una falsa rebeldía apaciguadora, consistente en que se permite follar antes del matrimonio y decir alguna palabrota. La disensión mostrada en los medios de masas nunca es política (y si lo es, lo es como mucho anecdótica o superficialmente), sólo hedonista. Por su parte, los formatos informativos adoptan mecanismos similares a la ficción, disminuyendo mucho el impacto del único contacto del espectador con las miserias reales. La insensibilización, por sobreexposición en los informativos y por banalización en la ficción, es una de las armas más eficaces. Y ya que te hago un recorrido algo completo, termino con los libros: la lectura también se banaliza, sus únicos recursos y funciones son adaptados de todo lo anterior.

Nico, como te dije el otro día en la barra de La Vereda, todo esto son ficciones que funcionan como babosas espaciales usurpadoras de la personalidad, disfrazadas por capas, siendo la penúltima de esas capas aparentes la de reivindicaciones absolutas de la democracia y de la libertad, ya sean militares o civiles. Son vehículos de lavado de cerebro. No necesariamente consciente por parte de sus creadores; no hay que caer en el conspiracionismo. Es sólo que esas ideologías están tan arraigadas en Estados Unidos que salen solas cuando se ponen a hacer series o películas. Los directivos de las superproductoras y de los grandes canales de televisión, no es casualidad que 24 sea de la Fox, no idean argumentos para transmitir y reforzar esas ideologías: lo que hacen es aceptar sólo aquellos proyectos que ya las tienen integradas. En síntesis, se transmiten dos valores básicos: la necesidad de la violencia, sea directa (como en las torturas o asesinatos) o indirecta (por ejemplo, la obligación de confiar ciegamente en los líderes, como en Lost), porque gracias a ella los norteamericanos, y por extensión los occidentales, podemos vivir en paz y bienestar pagando un pequeño precio; el otro es el conformismo, que mantiene una relación simbiótica e interesada con el ocio y el hedonismo. Ambos grupos de valores cumplen dos partes de una misma función: por un lado, legitimar y mantener el dominio imperialista estadounidense; por otro, ofrecer una única vía, la del entretenimiento instantáneo, que mantiene, reproduce y legitima ese mismo sistema neoliberal. No me invento todo esto. Está ahí, simplemente tienes que mirar con atención lo que pasa en el cine, en la tele y en la vida, que no deja de ser a estas alturas un medio de masas en sí misma.

Hace años me reía contigo del tipo que nos dijo que Black Hawk derribado era moralmente reprobable; hoy ya no puedo reírme de eso, porque me he dado cuenta de que tenía razón. Pero no me malinterpretes, sigo disfrutando de esas ficciones. El dominio narrativo de los que hacen el entretenimento estadounidense es total. Es difícil, y hasta poco deseable una vez metido en intensas persecuciones, explosiones y acciones límite, escapar a su poder. Por eso no te digo que haya que prohibir todos estos productos, ni siquiera hacerles boicot individual o colectivo. Sólo digo que, si uno se da cuenta de lo que hay detrás de ellos, es su deber decirlo, para que el espectador esté alerta y no le cambien la cabeza de sitio con demasiada facilidad. Tú y yo, sin ir más lejos, estamos atentos y no nos la cuelan. Podemos pasar grandes ratos con esos productos, hasta podemos reconocerles valores más allá del puro entretenimiento, porque algunos están realizados con inteligencia y plantean preguntas interesantes, aunque no nos gusten las respuestas que ellos mismos dan. Pero piensa en toooda esa gente que sólo ve esas películas, esas series, esos informativos, que sólo lee esos best-sellers. Que no conocen otra cosa. Que no tienen noticia de que puede, puede, que sean algo más que medios para pasar un buen rato. Nosotros paseamos por internet, leemos algunos libros, nos movemos en unos círculos sociales más críticos o, al menos, superficialmente alternativos; pero hay otras personas, y son mayoría. No pasa nada por ver un par de series pero, insisto, es que no son un par, es que es toda una vida viendo lo mismo, sin conocer y ni siquiera imaginar alternativa. El espectador pasivo termina siendo un sparring para la ideologización, y esta última siempre gana si no encuentra oposición. No sólo en Estados Unidos. Échale un ojo a lo que ponen aquí las televisiones: las teleseries importan, sin saber lo que hacen y de manera más esquematizada, esas situaciones en las que violencia y el cabreo priman siempre al diálogo y al intento de comprensión mutua, en las que el egoísmo y el placer propio se saltan la parte en la que hay que considerar que hay otras personas delante y a los lados. Fíjate en cómo piensa, habla, actúa la gente. Compáralo con lo que dice la última capa de disfraz de estas ficciones.