Aquí y en la China Popular

Ahora mismo estoy en el Aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv, ejerciendo de globalizado. La temperatura y el ambiente general son tan increíblemente agradables que me quedaría aquí a dormir. Pero no puedo: es mi escala en mi viaje a China. Si todo va bien, mañana llegaré a Hong Kong sobre la 13:30 y a Guangzhou sobre las 18:30. Horas locales. Para llenar ratos de soledad y anticipando el aburrimiento impuesto por obligadas horas en cama por probables futuras convalecencias diarreicas, me animo a empezar un diario de viaje de la vieja escuela, con fotos y con historietas, como el del Fraggle viajero. Quizá sea la primera y a la vez última entrada, ya que creo que WordPress está caput en China y no sé si podré engañar al Great Firewall.

Todo empezó en septiembre, cuando conocí en clase a tres chinitas adorables. Con una de ellas surgió el amor y esas cosas que pasan en esta vida tan aventurada. Allá por febrero me puse a estudiar chino mandarín, allá por marzo a buscar vuelos en oferta y allá por abril a rastrear cursos de verano en la comarca de mi señora. Tras muchas vicisitudes, la South China Normal University (a la que me referiré en adelante con el carismático nombre de Universidad Normal, léase en castellano) me aceptó, me mareó y finalmente conseguí un visado. Ayer partí de Alicante rumbo a Barcelona en tren, dormí en una pensión regentada por un abuelo tan amable que parecía de otra época, cené en la hamburguesería más vieja de la ciudad (cuya veteranía por desgracia no implica calidad), borré algunos prejuicios sobre la artificialidad de los barceloneses y su ciudad y admiré sinceramente su multiculturalidad. Niñas en bici con velo, pakistaníes intentando venderme móviles, mujeres musulmanas corriendo con el iPod bien puesto, y otras escenas propia de un programa de integración financiado por la tele pública. Lo que no ha cambiado es mi percepción de que los barceloneses son más bien secos, el 70% de las veces que tengo que preguntar algo me responden a regañadientes y con las palabras justas, si es que llegan a responder.

Una foto de la portería del hostal en la portería del hostal, cuyo significado desconozco (¿orgullosos de que unos vándalos les hicieran tal salvajada? ¿advierten a caso de que si los inquilinos hacen algo parecido sus fotos serán también expuestas en ese corcho?)

Esta mañana cogí el llamado Aerobús, nombre que hace mucho más llevadero el viaje al aeropuerto ya que puedes imaginarte que vas en una nave del siglo XXI como una suerte de Marty McFly low cost. Ya en el aeropuerto de Barcelona, siguiendo los consejos de mi tía, hago envolver mi maleta contra los consejos de mi sentido arácnido. Apenas 5 minutos después sería desenvuelta en la especial zona de check-in de la compañía israelí. Es fascinante que realmente tengan una zona especial, con funcionamiento propio y distinto a los demás. Los mostradores forman parte de un recinto cerrado con cintas, en el que hay atriles desde los que te realizan un interrogatorio. Un chico extremadamente amable me ha preguntado muchos detalles de mi viaje e invitado a enseñarle pruebas de cada uno de ellos, repitiéndome cada presunta incoherencia. Es una cultura de la sospecha que contagian inevitablemente. Al final, he vencido al Mossad (me gusta pensar que era un agente encubierto y no un mero trabajador de la compañía) y en mostrador he tenido los clásicos problemas, que el encargado me ha resuelto a cambio de que le traiga un iPhone de Hong Kong. La entrada al vuelo es la única que he realizado con militares, aunque eran como militares-florero con bandera de España y cara de más allá. En el vuelo me he cruzado con llamativos personajes de cejas pobladas y otras características hebraicas, y la chica de mi lado ha dormido las 4 horas sepultada al completo bajo una manta de la compañía. Teniendo en cuenta que han puesto una abismal película mainstream de Paul Giamatti (se me ha puesto mal cuerpo pensando en que la mayoría de gente sólo ve y conoce este tipo de cine durante toda su vida), lo mejor ha sido una comida bien kosher, con certificado rabínico incluido, mezlando una especie de arroz con lentejas y curry, un pudding que formaba remolinos al hundir el tenedor y una ensalada de col de fuerte sabores. Sí, aunque parezca Occidente ya estoy en Oriente.

¿Grecia? Por si acaso, he mandado ánimos al pasar por ahí.

Desde el avión esperaba ver la Franja de Gaza o algún otro hito histórico, y no ha habido forma. Pero Tel Aviv desde el aire es curioso, mezclando rascacielos con zonas más bien vacías y unas playas que daban envidia a 1 kilómetro de altura. Una vez aterrizado, compruebo como esperaba que todo es más bien normal y que no se siente como un país en guerra. Los aeropuertos por todas partes son clónicos, esto es casi un paradigma del aburrimiento que produce que la cultura se haya globalizado y cada sitio haya perdido su regusto local. El de aquí tiene sus particularidades, como todos. Para tirar de la cadena hay que pisar un pedal en el suelo, como el de los coches; un sistema más práctico que el nuestro y que deberíamos importar. Merece la pena venir para ver correr a los judíos ortodoxos uniformados a punto de perder un avión como cualquier ignorante y terrenal gentil, o esos mismos judíos ortodoxos como dependientes de una tienda duty free y un aspecto que deja traslucir un corazón algo hippy como consecuencia de las experiencias vividas en los kibbutz. El look de la zona de embarque es el de un centro comercial, con una fuente central rodeada de cafeterías reducidas a su esqueleto, y en segunda línea las tiendas y lugares de comercio de derivados. Voy a la solitaria zona de tránsito, a la que se dirigen los condenados que han de coger otro vuelo. Mientras bajo las escaleras, me cruzo con dos atractivas israelíes (las judías son todas tan guapas y perfectas que creo que el Photoshop en la piel les es impuesto por ley) que me preguntan: «Where are you going to?». Les digo que a Hong Kong. «We were waiting for you». Me llevan a una zona aislada y sin nadie, con cintas de maletas paradas e hileras de asientos vacíos. Lo que parecía el comienzo de una película porno o de un secuestro de Estado previo a la tortura (es tan fácil sentirse Jack Bauer cuando uno viaja a Israel), se revela como un rutinario check-in.

Y ahora, en un aparentemente cómodo sillón, que oculta un fracaso ergonómico descubierto cuando se usa durante más de 5 minutos, y sin militares a la vista pero sí rodeado de una destacable variedad de personas salidas de toda la gama de programas de televisión, me encuentro esperando. Porque eso es lo que me queda hacer durante un buen montón de horas todavía: esperar. Mientras, voy a rezar un Avemaría, que mi madre me ha encargado hacerlo en la Tierra del Señor.