CHILDREN OF HIROSHIMA: La Bomba

Esta secuencia que tengo el placer de presentaros es una obra maestra de la poesía, inserta en el melodrama antibélico que fue Children of Hiroshima (Kaneto Shindo, 1952). El tema de la Bomba nunca debería pasar de moda porque, junto a la Shoah, es el Tema. Nos ha dado un respiro estas últimas décadas pero sin embargo terminará volviendo, ya sea por Pakistán o por Israel o por China o por terroristas sin Estado o por los amigos estadounidenses en una última pataleta para negarse a desprenderse de su poder absoluto. Es un límite a la humanidad que nos salvó de una Tercera Guerra Mundial caliente que pudo haber sido la que nos hundiera en la barbarie definitiva, a la vez que una condenación que, de haber Dios o Satán, sería la mejor prueba de su existencia.

Kaneto Shindo era de Hiroshima y, tras la relajación de la censura de las fuerzas ocupantes, pudo hacer la primera película que se rodó sobra la Bomba; haría otras durante sus casi 60 años de carrera. A lo largo de Children of Hiroshima nos pasea por varias historias personales que ejemplifican realidades sociales, consecuencias directas del apocalipsis americano vivido siete años antes. En el desarrollo de la obra, lo que vemos son personas cuya vida sigue, destrozada en muchos casos o con grandes dificultades en otros, pero que luchan bajo la permanente amenaza de una inesperada muerte súbita por radiación porque no les queda otra. Y, sin embargo, es en la secuencia más creativa de la película cuando más profundamente se descubre el Horror. Porque en la representación del ataque no hay futuro, no hay consecuencias, sólo un presente descarnado de muerte total que es, imposible dudarlo, el fin del mundo. Shindo insiste en aproximarse mediante varias biografías y momentos cotidianos apenas sugeridos, pero en esta secuencia niega toda su humanidad al negarle a sus protagonistas la posibilidad de escapar, de actuar. Les ha sido arrebatada. No hay nada que hacer y ni siquiera se van a dar cuenta, como el hombre que pensaba sentado en un escalón y se volatilizó de golpe, dejando una mancha indeleble similar a la grasa que testifica una hamburguesa en una bolsa de papel. El largo plano desde el suelo del avión bombardero nos dice que no es humano, que es un lejano Dios tecnológico maligno y sin sentimientos, un pedazo de metal que ha escapado al control de sus amos y se ha vuelto contra ellos, un imparable e incomprensible híbrido entre el Mark 13 de Hardware y el ángel destructor Abadón. El trasfondo sociopolítico, tecnocientífico y cultural que lo ha provocado queda a un lado, incluso el socialista Shindo es consciente de la altura bíblica del desastre y por eso lo narra a modo de versículos, utilizando el apropiado lenguaje del montaje soviético de los años 20. La referencia bíblica se hace realidad y la referencia dantesca recurso lírico. ¿Cómo no reconocer el Infierno en esos cuerpos quemados de mujeres desnudas, que bailan lentamente sus últimos e inacabados movimientos en el universo? ¿Hay mejor forma de explicar poéticamente lo que allí sucedió que con pechos embarrados, espaldas quemadas y niños arrastrándose entre escombros, que se suceden rítmicamente en un caos inabarcable? Pero después hubo algo, y no fue precisamente el Juicio Final. Fue el armazón de un edificio de estudios atómicos, contemplado por una chica de Hiroshima, vestida y limpia, una profesora que enseña a sus alumnos y que trata de ayudar a sus conocidos que lo necesitan. La historia que siguió a la Bomba no es una historia de redención, porque a esta escala la redención es imposible. La historia directa fue, en la misma Hiroshima, la humanidad mecánica, la superviviente, la comunal. La historia indirecta todavía la tenemos que enfrentar y nunca tendremos los medios para hacerlo.

[Sirva esto de aperitivo para el artículo sobre Kaneto Shindo que me han publicado en Miradas de Cine]

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