S-21 – LA MACHINE DE MORT KHMÈRE ROUGE: Camboya (los verdugos)

Cuando ya no están amparados por el contexto, los verdugos a pequeña escala siempre se justifican de la misma forma: sólo seguía órdenes, eran ellos o yo, estaba adoctrinado, era muy joven… Aunque también son víctimas deshumanizadas por los regímenes totalitarios, nunca aceptan su parte de responsabilidad. Algunos, nostálgicos, hasta se niegan a admitir que sus víctimas fueran inocentes. «El Partido no era tonto, los que entraban allí era por algo», dicen aún hoy algunos verdugos camboyanos. Lo dicen delante de sus víctimas, incapaces de darle relevancia al hecho de que las confesiones eran sacadas a base de torturas. Perdieron su capacidad de reconocer la verdad y la lógica, la humanidad ajena, la suya propia. Se convirtieron en algo peor que animales, como admiten que hicieron con los prisioneros. Mientras los escasos supervivientes multiplicaron su dignidad, ellos, simplemente, pasaron a ser pedazos de carne andante cuando todo terminó.

S-21: La machine de mort Khmère Rouge (Rithy Panh, 2003) es un documento muy incómodo y difícil de ver. Sólo esto ya dice mucho a su favor, ya que un episodio histórico tan brutal como el genocidio camboyano merece ser contado con crudeza y sin efectismos. No en vano su director, que dedica su vida a rodar sobre ello, lo vivió en primera persona. En S-21 realiza una especie de versión camboyana de Shoah (la película más imprescindible de todas). Pero, mientras aquella se centraba en las víctimas, S-21 se ocupa ante todo de los verdugos. Sin participación directa en lo que vemos, el director deja hablar a los guardias y torturadores, que se prestan a dar su testimonio. No sólo hablado, sino que incluso recrean con el vacío (¿supone diferencia para ellos gritar al aire y no a personas despojadas de humanidad?) escenas cotidianas de aquel centro de exterminio, en algunas de las interpretaciones más duras y despojadas de intenciones ocultas que se pueden ver en una pantalla. Estas reconstrucciones podrían ser cómicas de no ser tan profundamente trágicas, como se puede comprobar en el vídeo que pongo por aquí. Rithy Panh intenta desnudar emocionalmente a los verdugos, provocar que salga lo que queda en ellos. Pero es imposible: no queda nada. Hablan entre ellos con frialdad, recordando las anécdotas del exterminio y la tortura como quien recuerda las batallitas de la mili. No hay orgullo en sus palabras, claro; pero tampoco hay arrepentimiento. De hecho, no hay nada. Están vacíos. Dos de los apenas doce supervivientes conversan entre sí: «¿Alguien te ha dicho que fue un error? ¿Alguien te ha pedido perdón? ¿Escuchaste eso de la boca de los dirigentes o de los ejecutantes?», «No», responde el otro, incapaz de controlar su pena y rompiendo a llorar desconsolado. Cuando las víctimas se reúnen con los verdugos ni siquiera hay tensión, sólo un abatimiento no ominoso. Los antiguos guardias son incapaces de mirarles a los ojos. Si sienten algo, sólo es algo ligeramente parecido a la vergüenza. Un pintor superviviente, aunque derrumbado por dentro, se muestra entero ante ellos y da lecciones silenciosas de lo que es ser humano. Sus recriminaciones no son vengativas ni contienen odio, sino sólo dolor. Tanto por ellos como por él. Porque las víctimas, transformadas por las circunstancias en una especie de mártires hiperempáticos, son capaces de absorber el dolor de todos. La sobredosis les lleva a una aparente entereza, que lo único que hace es aumentar su dignidad. Sus narraciones, como las de los guardias, no se detienen en los detalles más crueles, como sucedía en Shoah con las víctimas de los nazis. No dulcifican lo que ocurrió ni omiten lo terrible, pero su forma de contarlo es más estoica, más general, menos íntima. Quizá es que es otra cultura, o que su menor educación les impide ser tan claros como cuando los sufridores judíos hablan de lo que pasaron y vieron; quizá el hecho de vivir todavía bajo el régimen que los masacró no les ha dejado coger distancia y recordar la destrucción en todo su esplendor; o quizá los europeos fueron efectivamente mucho más creativos en sus aberraciones precisamente por esa mayor educación (tampoco hay que olvidar que los totalitarismos asiáticos tienen origen occidental, tanto en las teorías que decidieron aplicar a su manera como en su componente importante de ser reacción al colonialismo europeo y al imperialismo norteamericano). Da que pensar el hecho de que los verdugos nazis no quieran mostrarse en Shoah, donde eran grabados con cámara oculta, mientras que en S-21 aparecen con naturalidad y sin miedo. Y también da que pensar el hecho de que los alemanes asesinos conserven algo de orgullo y odio en su tono, mientras que los camboyanos sólo transmiten derrota y desesperanza.

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