NIGHTMARE DETECTIVE 2: El sueño da miedo y la realidad es hostil

(Akumu Tantei 2, 2008, Shinya Tsukamoto)

El nightmare detective del prosaico título es en realidad un ser atormentadísimo, un hombrecillo capaz de entrar en las pesadillas más peligrosas de otras personas para intentar arreglarlas, jugándose la poca salud mental que le queda y su integridad en el mundo real. Si la primera parte tenía una estructura que era, en el fondo, relativamente clásica (un asesino entra en las pesadillas de las personas para matarlas, es perseguido por la policía y hay una larga batalla final), la secuela decide entregarse sin límites al reino de lo onírico puro. Tsukamoto sigue siendo uno de los mejores directores modernos, con un mundo personalísimo y fascinante, sin nada que envidiar a Lynch en capacidad evocativa y extrañeza. Ambos poseen una intuición única y oscura y, si bien el americano la controla y la planifica dotando de gran profundidad metafísica todo lo que hace, el japonés se entrega más bien a una especie de «escritura automática», perdiendo en impacto reflexivo (no obliga tanto a pensar) lo que gana en pureza de lirismo. Digamos que Tsukamoto se basa más en el montaje de los movimientos de cámara para sugerir, mientras Lynch lo haría más en el montaje de las imágenes en sí. En esta segunda parte la historia es, en esencia, también más o menos clásica dentro de parámetros de género: unas chicas aterrorizan a la rara de la clase, y ésta se venga entrando en sus pesadillas. Una de las torturadoras decide que no puede más y busca la ayuda del nightmare detective, mientras van muriendo sus compañeras. Por en medio, recursos propios de las películas japonesas de fantasmas, una mitología cuyos símbolos reconocibles sirven de apoyo para conseguir dar mucho miedo, sin quedarse únicamente en la ansiedad provocada por el caos. Si bien el punto de partida es tan poco original como el primero, aquí lo olvida rápidamente y, en lugar de ofrecer un desarrollo argumental más o menos (sólo más o menos) comprensible como allí, Tsukamoto lo pervierte y se entrega en cuerpo y alma a los brazos del onirismo más confuso y sugerente.

El estilo de Shinya Tsukamoto casi siempre se ha movido entre la confusión y el arrebato, la autenticidad intuitiva que busca el impacto directo, un impacto poético moderno que funciona por motivos que no se pueden explicar. Sus películas se sienten como un todo. Más que una sucesión de escenas, éstas se superponen, motivando sensaciones globales que no dependen de su progresión sino de los elementos que se repiten y que se sugieren, los que faltan, los que están y los que lógicamente no deberían estar. En Nightmare detective 2 la unidad de la obra es tan grande que no se puede distinguir entre realidad y sueño, entre presente y pasado… suponiendo que haya diferencia. Porque todo indica que no la hay. Tsukamoto copia el estilo visual y narrativo de los sueños para hacer una película sobre ellos, siendo la forma el propio contenido. Secuencias inacabadas, elipsis caóticas, breves estampas cotidianas en las que no ocurre nada tratadas con un halo de tensión insoportable, poderosísimas imágenes surrealistas de gran imaginación. Personajes sin rumbo, perdidos en un mundo sin tiempo ni espacio previsibles, atormentados porque sólo pueden limitarse a verlas venir. Como el espectador, enfrentado a una amalgama de sensaciones pesadillescas demasiado parecidas a las de los verdaderos malos sueños. No se puede decir siquiera que la película sea una ficción, sino más bien un ensayo sobre la narrativa del sueño, y tan terrorífico como la más tensa de esas pesadillas. Lo que sucede en la pantalla fluye de tal forma, es tan indivisible que, a poco que el espectador se vea arrastrado por ello, no podrá salir hasta el final, incapaz de distinguir nada pero totalmente atrapado. El peligro se siente tan real como en un sueño, del que no puedes salir por propia voluntad. El fantasma vengativo es amenazador porque todavía es un personaje que está vivo; no viene desde el más allá objetivo (exista o no), sino que entra en tu más allá subjetivo, el que sabes que existe, el de los sueños. El contexto radicalmente urbano de la primera parte (y de casi toda la obra de Tsukamoto) es sustituido aquí por otro suburbano, de casas unifamiliares tradicionales. Los fríos azules metálicos de la ciudad se transforman en colores tan cálidos que hacen sudar constantemente a los personajes, aumentado la impresión física de lo que se está viendo. Mientras, el montaje es creativo e imparable, en una progresión que se acerca cada vez más al caos y a la locura, cada vez con menos puntos de apoyo, cada vez con una mayor imposibilidad de distinguir la realidad del sueño. Y lo consigue no utilizando recursos efectivos pero, en el fondo, baratos, como los de las películas de Freddy Krueger, sino que, más allá de la banda sonora, usa recursos más oníricos que cinematográficos. El único momento de (relativa) claridad, el único en el que sabemos que hemos salido del túnel, despertado, de vuelta al mundo real, es la última escena. Allí, el desesperado nightmare detective distingue, aunque se siguen superponiendo, la realidad del sueño. Y lo que ve es la soledad total y rompe a llorar desconsoladamente. Es por tanto una película profundamente pesimista, para la que el mundo real es inhóspito, triste y duro; pero la vía de escape, los sueños, no es mucho mejor, porque no está hecha a escala humana y sólo genera confusión y desorientación, o a lo sumo algunos momentos de lucidez demasiado bañados en extrañeza como para que sirvan de algo. Por un lado, la seguridad de la miseria; por el otro, la inseguridad del caos.

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