TENEMOS QUE HABLAR DE KEVIN: El cine nos da una base fija sobre la que hablar

Él reinó desde su cuna, desde el primer momento.

[«En su lecho de muerte, cogiéndote la mano, el padre del aclamado nuevo dramaturgo joven y alternativo pide un favor», en Entrevistas breves con hombres repulsivos, David Foster Wallace]

 

En el relato de David Foster Wallace citado arriba, un hombre moribundo cuenta su historia, marcada por un profundo odio hacia su hijo, en quien sólo veía maldad y monstruosidad. Nadie más ha podido darse cuenta. Bien al contrario, todo el mundo lo adoraba y el padre no ha tenido más remedio que disimular su odio cerval durante toda su vida. Pero, en su interior, ver a su hijo, o la mera idea de tener que verlo, y no poder evitarlo, le hacía vivir en un infierno constante. Delirando en sus últimos minutos de aliento, confiesa ser una rata, pero desgrana los argumentos contra su hijo que le han llevado a serlo, intentando exculparse. No descubriremos si su repulsión tenía motivos ciertos o si era poco más que un loco.

Tenemos que hablar de Kevin cuenta una historia muy similar, en la que una mujer no consigue establecer lazos con su hijo. Desde pequeño, éste le lanza toda su rabia concentrada, mientras parece comportarse de manera más o menos normal con el resto del mundo. La diferencia respecto al relato de Wallace es que el cine nos da muchos más datos, es capaz de ofrecer más argumentos para decantar la ambigüedad hacia un lado (¿tiene razón y su hijo es un nuevo Damien?) o a otro (¿es una pobre tarada?). Porque el cine tiene la capacidad de enseñar los hechos, de mostrar las imágenes que nos ayuden a decidir. No es lo mismo leer una descripción en primera persona, o incluso de un narrador externo, que ver lo que sucede en los rostros enfrentados de los dos protagonistas. Sí, la mejor literatura puede lograrlo, pero lo audiovisual capta esa cierta realidad incontestable sin esfuerzo. Lo que se mueve en la pantalla tiene una vida propia que se libera, en mayor medida, de lo que se nos pretende contar.

Ramsay se ejercita a fondo para tratar de manipular lo mostrado, para acomodar nuestra percepción a la de la madre. En un visionado automatizado y completamente acrítico, ¿cómo dudar de que el niño es, efectivamente, un genio del mal y de que ella tiene razón en temerle? Sin embargo, ese visionado no es posible porque no deja de ser evidente que lo que la directora pretende es meterse en la cabeza —en la piel, en su relación directa y física con lo que pasa— del personaje de Tilda Swinton. La directora intenta condicionar nuestra visión de los hechos, no con las trampas baratas habituales sino con un estilo más elaborado, que intenta asimilar y reproducir los mismos mecanismos cognitivos que condicionarían la visión de la madre en la vida real. Es uno de los motivos por los que la narración da constantes saltos temporales, emulando los ecos de la memoria que la madre padece en su interior, dándonos pistas sobre por qué su cabeza funciona como funciona. Esta intención está también tras algunos momentos epifánicos seleccionados porque concentran la personalidad del personaje, porque son los antes y después que pudieron cambiarla decisivamente. Sin embargo, ese ejercicio sólo consigue enseñar que la mujer funciona de determinada manera, no que esos recuerdos o catarsis sean las causas. Aquí no hay psicoanálisis, sino fatalismo. Ella siempre ha sido así y su mundo más profundo no se ha visto alterado por su hijo, por lo que se sugiere que el orden causal de la relación de odio no empieza en él, sino que todo se origina en la permanente amenaza de catástrofe mental que transmite su madre. La mujer es frágil y ser madre no parece haber destruido su cordura, sólo ha sido el catalizador que ha hecho explotar lentamente su terremoto interior.

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Pero vale ya de exégesis argumentales. Lo importante es que, al mismo tiempo que todo sucede en la pantalla, podemos quitar fácilmente los añadidos que obstaculizan el juicio de la madre para intentar que no nos pase lo mismo. Es decir, eliminar los recursos narrativos encaminados a crear tensión, como la música extravagante y disruptiva o el montaje traicionero. Los que te inclinan a pensar, según tu propia inclinación, o que es una enferma y su hijo es simplemente un gamberrete con algunos problemas, o que él es una auténtica espora de Lucifer. Más importante aún: incluso quitando esos obstáculos no podemos saber si tenemos o no razón. Pero, y aquí está (ya era hora) el asunto central, sí podemos saber lo que está pasando. Que la madre ha hecho esto, que ha hecho lo otro, que el marido parece extrañado o no según su expresión, que el niño ha hecho algo genuinamente extraño o sólo una travesura. Podemos saberlo porque lo vemos, tras la capa manipulada hay un segundo nivel que damos por válido, por verdadera. Vemos la mirada de los personajes y vemos cómo actúan, nos pongamos o no de acuerdo en lo que significa. Esta segunda capa la intuimos cierta y desnuda. En literatura nunca vemos con más ojos que los interiores, y la vista es nuestra forma central de conocimiento y de relación con el mundo, a la que entregamos nuestra fe. Por supuesto que ésta es una visión ingenua del cine, que las imágenes fílmicas están muy conscientemente utilizadas (o no, pero siempre sesgadas), que sólo registran una parcela del mundo. Más aún, sólo es una parcela del mundo que se nos quiere contar. Pero, estableciendo un paralelismo con nuestra vida cotidiana, nosotros también realizamos un montaje perceptivo constante y, más o menos, aceptamos lo que vemos como hechos-base. La literatura crea un mundo, sin duda los textos también ofrecen hechos-base. La diferencia es que los que crea el cine encajan con los que vivimos desde nuestro cuerpo, repiten a pequeña escala nuestro modelo epistemológico y si nos creemos uno tendemos a creernos otro.

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